martes, 20 de marzo de 2007

Viaje a Ponta d'Ouro

Entre Maputo y Ponta d’Ouro hay apenas 100 Km. pero se tardan más de tres horas en llegar. El fin de semana organizamos un viaje para conocer las playas y, si era posible, comenzar por fin con las actividades de buceo. Nuestro convoy estaba formado por dos todoterreno de los de verdad porque las pistas son infernales y, por supuesto, carecen de señalización.

El sábado por la mañana llegamos al malecón desde cuyo pantalán sale el ferrobote o batelão que permite acortar el viaje por tierra en casi dos horas, evitando dar la vuelta completa a la bahía de Maputo al cruzar directamente hasta la punta de Catembe. El ferry en cuestión es un viejísimo barco reconstruido en el 2002 pero cuyo origen se pierde en la memoria de los tiempos. Tampoco en la reconstrucción pudieron hacer milagros así que el estado general del barco es para echarse a temblar. Por lo demás, se trata de una nave muy pequeña en la que apenas caben diez coches que apretujan sin misericordia junto a un millar de bultos y mercancías de todo tipo y que hace el brevísimo trayecto a toda máquina para aprovechar el tiempo. Los precios son módicos: 200 meticales por vehículo y 10 por pasajero, menos de 7 euros en total. El conductor viaja gratis.

Catembe es el Brooklyn de Maputo. Es una pequeña población suburbial de casas bajas y economía deprimida, pero cuenta con una bellísima playa desde la que se disfruta de la mejor vista de la ciudad de Maputo.

Desde Catembe hay que coger una pista en dirección sur. Al principio, la pista es de tierra pero rápidamente cambia y se convierte en una indescriptible trampa de arena fina en la que cualquier coche que no tenga tracción total y reductora se ve inevitablemente engullido. A toda velocidad para evitar las peligrosas detenciones que atraparían los vehículos, nuestro convoy comenzó el viaje entre saltos y derrapajes que nos batían sin compasión. La pista no sigue un patrón diseñado sino que se bifurca, amplia, reduce o desparece sin más, de manera totalmente caprichosa. Eso sí, cualquier camino que se tome conduce invariablemente al destino. En realidad, se trata de pistas abiertas espontáneamente por los viajeros, que se van alterando, rectificando modificando a medida que surgen inconvenientes como un bache grande, un exceso de arena o un trazado circunstancialmente más favorable. Es una cañada hecha por automóviles.

La pista entra en el Parque de los Elefantes, una enorme reserva natural donde hay, además de los titulares, cocodrilos e hipopótamos. Se trata de un espacio relativamente peligroso porque no hay guardas ni estructura alguna como la del Kruger; aquí se han limitado a vallar la zona –ni siquiera totalmente- y a esperar que los elefantes no aplasten a los escasos turistas cosa que, según se dice, ha ocurrido alguna vez por cierto exceso de confianza.

Una vez rebasado el Parque de los Elefantes se llega a la zona de playas que termina en Sudáfrica: Ponta Mamoli, Ponta Malongane y Ponta d’Ouro. Las dos primeras son prácticamente vírgenes aunque hay algunas cabañas de madera en el interior del bosque; la última, a apenas cinco Km. de Sudáfrica, tiene una cierta infraestructura turística con algunos cafés, cabañas de alquiler y varios centros de buceo y pesca. También hay clubes de surf. Todo se ha hecho respetando la playa que permanece intacta. Cualquiera de las tres pontas constituye un espectáculo visual impresionante. El mar tiene un bellísimo color turquesa y sus fondos están repletos de coral. Las dunas llegan a la playa entre manchas de vegetación y las olas baten sin cesar unas amplias y muy tendidas orillas. El mar, al contrario de lo que ocurre en el mediterráneo, es muy bravo y en pocos momentos pasa de la placidez a un fuerte pero vistosísimo oleaje.

Alquilamos una casita a unos 200 metros de la playa, con jardín y empleado incluido, por 1.800 rands la noche (cerca de 180 euros). Como era de esperar, todos los turistas de la zona, excepto nosotros cinco, eran boers de manera que tanto los precios como el ambiente general, eran sudafricanos.

De entre los europeos de la zona, los boers o granjeros (léase burs) son los más rústicos puesto que, en su origen, emigraron en el siglo XVII desde Ciudad del Cabo hacia el norte y se convirtieron en campesinos alejados de la ciudad y separados por completo de los afrikaners de Ciudad del Cabo. En realidad, aunque para los extranjeros todos son afrikaner y utilizan el mismo idioma, los boers se consideran otro pueblo (el Boeresvolk) sometido por los primeros y obligados, entre otras cosas, a seguir el régimen del apartheid. No todos los boers son de origen holandés, también los hay belgas, alemanes y calvinistas franceses a los que luego se unieron algunos portugueses, escandinavos, españoles, ingleses, irlandeses, galeses, indios y malayos, entre otros. Ellos fueron los que defendieron sus tierras del norte, el Transvaal, Orange y Natal, de los ingleses.

Una vez instalados, concertamos la salida de buceo para el día siguiente con un recoleto club que opera bajo el gracioso nombre de Divocean y nos fuimos a reposar nuestras baqueteadas espaldas. En el cielo nocturno se veía con una claridad asombrosa, la Cruz del Sur.

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