viernes, 27 de julio de 2007

Los mensajes en cadena

Hoy he recibido uno de esos mensajes en cadena que pululan por la red. Pero contiene una novedad. Las admoniciones finales, en lugar de lugares comunes, son una parodia de lo más divertida y para regocijo de los lectores que no las conozcan e indulgencia de los que sí, las transcribo a continuación.

”Enviad sencillamente este mensaje al menos a 5 millones de conocidos vuestros. Esta cadena la comenzó en 1625 un monje moldavo apasionado por la informática en una parroquia de Portugal con el fin de salvar a Teresa, una niña gravemente enferma. Hoy esta niña tiene 378 años y tiene un cáncer de testículos y una horrible fiebre de tiroides que le contagió un ciervo al violarla en el bosque cerca de un estanque contaminado por deshechos radioactivos. Además, durante un safari en África del Sur organizado por Halcón Viajes, al visitar en zoo de Johannesburgo, un panda importado del Himalaya se le comió una rodilla y una oreja.
Por eso, por favor, no rompáis esta cadena, hacedlo por ella. Sois su única esperanza de cura, y además os traerá suerte. Como le ocurrió a un joven irlandés que, en 1912, envió este mensaje por SMS. Esa misma semana vio cómo le ofrecían un billete gratis para un crucero inaugural en un fantástico trasatlántico británico, el Titanic. Durante ese viaje descubrió los escalofríos del amor y las ventajas de la natación.
No conservéis este mensaje en vuestro ordenador más de 16 minutos, si no la maldición se cebará con vosotros hasta que lluevan billetes de las antiguas pesetas.
Da que pensar, ¿no? Así que no dudéis más. Enviad este mensaje a todos vuestros amigos. Les traerá suerte, de por vida. Cada vez que vayan al lavabo, aún habrá papel. Cada vez que vayan al banco no tendrán que hacer cola. Cada vez que necesiten aparcar hallarán una
plaza libre. Cada vez que cante Bisbal en la radio les llamaran al teléfono. Y además o tendrán que responder a ninguno de esos mensajes en cadena que a todos nos fastidian.
Este mensaje ya ha hecho 759 874 236 587 veces la vuelta al mundo. Por Teresa, por vosotros, por mi, por todos vuestros amigos, no rompáis esta cadena. Gracias.”

lunes, 23 de julio de 2007

Gente

Canal Internacional

Después de ímprobos esfuerzos, cuyo detalle ahorraré a los amables lectores, he conseguido que me instalen la televisión por cable. Y me pasa lo que a aquél crítico de teatro inglés cuya reseña del estreno sólo contenía la frase: “Ayer se estrenó la obra tal en el teatro tal. ¿Porqué?”. Pues lo mismo; después de tanto trabajo en pro de la caja mágica, me digo: “ah… ¿pero era esto?”. La mayor parte de los canales de mi proveedor por cable son de países exóticos como Brasil, Uganda o Guinea, otros del Magreb, portugueses o –cielo santo- mozambiqueños, con un contenido generoso en telenovelas, anuncios casposillos e incomprensibles noticias locales.

Pero lo que más echaba de menos y, en realidad, motivo esencial de mis demandas, era poder escuchar las noticias en español y aquí sí que la decepción ha alcanzado límites augustos. TVE internacional es, con perdón, una filfa de proporciones regulares. Mientras que en la televisión francesa, por ejemplo, se retransmite el Tour, en la española se emite un interesantísimo reportaje de tres horas de duración sobre la reproducción del somormujo enano en el Bajo Aragón o sobre las cien maneras de manejar airosamente la garlopa. Las series que ponen son de hace una década, por lo menos y escogidas cuidadosamente entre lo más rancio del repertorio. Puedes dedicarte al cotilleo más descarnado jugando a analizar el modo de envejecer de los actores que allí aparecen y comprobar a quienes el tiempo ha ido haciendo –como a todos- las típicas jugarretas. Comienza uno a ver la TVEI y, misteriosamente, se empiezan a echar de menos el Un, Dos, Tres, los Chiripitifláuticos y Luis Aguilé. Da miedo pensar en que buena parte de los que aparecen en esos programas descansan en paz.

Total, que así todo. Se salvan los telediarios -y digo salvan por decir algo- dado que, al menos, tienen una cierta conexión con la realidad nacional aunque temo que cada vez más peculiar. En fin, que de los Suspiros de España, el No-Do y El Emigrante de los años heroicos de la emigración, hemos pasado a la cocina de ése showman internacional conocido como Arguiñano y a los reportajes eternos sobre el agreste paisaje de Almuradiel, todo lo cual resulta, ya se supone, de inmenso interés para los sufridos expatriados.

Así que, en general, la única alternativa son los canales internacionales de noticias y –oh sorpresa!- el Canal Real Madrid, algo que yo ignoraba que existía pero que tiene, al menos, un cierto aire festivo y patriótico alrededor del cual suele concentrarse la comunidad española en general y madrileña en particular por aquello de apurar afinidades.

En eso andamos.

miércoles, 18 de julio de 2007

PM y PE

Ahora que ya ha pasado algún tiempo desde que llegué a Mozambique, he aprendido –muy modestamente- a apreciar las diferencias entre el portugués europeo (PE) y el mozambiqueño (PM). Aparte de los evidentes rasgos propios de entonación y musicalidad, el mozambiqueño posee frases, giros y usos lingüísticos notablemente diferentes del idioma continental. Uno, que hace esfuerzos por defenderse en el portugués clásico, se encuentra de golpe con que a veces los locales no le entienden y –además- le miran raro. Una vez exhibía yo mi portugués alfacinha ante un vendedor callejero que, impertérrito, me respondía en inglés. “Pero si le estoy hablando en portugués –le dije-, ¿por qué me responde en inglés?”. Me respondió que todo lo que no fuera mozambiqueño le sonaba a inglés y se quedó tan pancho. Me consta que esto lo hacen incluso con portugueses de pura cepa.
El caso es que hube de modificar y aprender muchos giros que aquí son completamente distintos del portugués y que, al principio, uno no sabe si es que le toman el pelo o que no ha entendido bien. La cortesía, por ejemplo, tiene sus propias fórmulas: Cuando uno pregunta “¿qué tal está Vd.?” que no espere oír: “bien ¿y Vd.?” sino “não sei por aí” o sea, “no sé ahí” que se utiliza de manera absolutamente formal y como señal de respeto con la intención de que quien pregunta responda primero cómo se encuentra él mismo; cuando éste dice: “estoy bien”, es cuando el primer interpelado ya responde: “yo también estoy bien”. Al despedirse es usual decir “estamos juntos” que es como “estamos en contacto”. En materia de léxico, la cosa se complica porque se utilizan palabras propias junto con otras de procedencia indígena o de quién sabe dónde; así, por ejemplo, del swahili viene la machamba que quiere decir campo; babalaza(resaca) del zulú, o madala (persona importante) del changana.
Con todo, una de las mayores dificultades para un europeo consiste en conocer las fórmulas convencionales de asentimiento o disensión. A los mozambiqueños no les gusta decir no, de modo que parecen haber creado un extenso catálogo de alternativas de amplísimo espectro que, para quien está acostumbrado al sí o al no, resulta intrigante sobre todo porque cada una de ellas parece contener un cierto matiz en pro de una u otra solución. Entre el sí y el no hay, por tanto, un amplísimo campo que es preciso conocer aproximadamente si uno quiere hacerse una idea verosímil de –por ejemplo- cuando le van a solucionar lo suyo. Propongo la siguiente escala (junto con su traducción ideológica) a modo aproximativo:

NO

Não da (no hay nada que hacer)

Não tem pernas para caminhar (se puede y se debe hacer, pero faltan elementos esenciales)

Estamos a criar condições (estoy esperando a que llegue el momento oportuno)

Pode ser (es verosímil)

Hei de ver (lo haré)

Me vou a ocupar de isso (yo me encargo)

Ainda (lo estoy haciendo)

Está a andar (ya está en marcha)

Está a sair (está a punto)

SI

Como se ve, excepto en los estadios más próximos al no –que por otra parte son excepcionales- las respuesta son siempre lo suficientemente esperanzadoras aunque, lamentablemente, suelen repiten en un bucle infernal que nunca acaba y, a veces, con desesperantes combinaciones múltiples pues del ainda (que nunca se sabe si es ainda sí o ainda não) se pasa al está a sair y de aquí se vuelve al me vou a ocupar de isso y así sucesivamente. Si el programa de festejos se dilata por más de dos meses es que la cosa se pone fea, pese a lo cual nadie dirá: “nada, que no va a poder ser”. Por otra lado, nadie dirá a casi nada, con lo que la sensación general es que nos encontramos ante el vetusto y entrañable vuelva Vd. mañana de tanta raigambre española.

miércoles, 11 de julio de 2007

En el corazón de las tinieblas

La verdad es que Conrad ambientó su impresionante novela en el Congo, pero la situación actual de Zimbabwe, antigua Rhodesia, contiene algunos de los peores aspectos de las tinieblas allí descritas. De ser uno de los países más ricos del continente en los años 60, con una renta per cápita equiparable a la de Sudáfrica, ha pasado a ser de los más deprimidos del mundo, con una renta de apenas 520 dólares, con una inflación galopante, una fuga masiva de empresas hacia el extranjero y un paro mayor del 60% que ha sumido al país en un caos social y político de proporciones mayúsculas . El dólar zimbabwano, en otro tiempo equiparado al estadounidense, vale hoy algo menos que nada. Cerca de la frontera, cambiamos 2.000 meticales (unos 70 euros) y nos dieron la friolera de 3 millones y medio de dólares en un paquete que hubo que distribuir cuidadosamente entre los distintos bolsillos para evitar desequilibrios. Los billetes, por otro lado, tienen fecha de caducidad impresa dado que la inflación es, oficialmente, del 180% anual aunque es evidente que la realidad supera estas cifras porque los precios suben cada semana de manera vertiginosa.
Desde Chimoio salimos para la frontera que está a unos 80Km. de allí. Por el camino paramos en la ciudad de Manica, una pequeña y simpática localidad con una vieja iglesia portuguesa situada en una de sus colinas. Antes de llegar a la frontera, paramos para cambiar moneda a uno de los cientos de cambistas que proliferan a lo largo de la carretera y que se anuncian agitando fajos de billetes a los coches que pasan.
En la misma frontera, junto a los fardos de ayuda humanitaria, asistí al espectáculo del traslado de deportados. Cientos de zimbabwanos cruzan ilegalmente la frontera cada día con el objeto de trabajar en Mozambique. Los que son atrapados por la policía so
n conducidos en camiones de regreso a su país. La frontera, por lo demás, no registra mucho movimiento así que el trámite fue rápido una vez que pagué la desproporcionada cantidad de 30 dólares que piden por el visado. Se trata, según parece, de exprimir todo lo posible al extranjero lo que, muy hábilmente, ha acabado con el turismo.

Desde la frontera fuimos a la ciudad de Mutare, una antigua localidad industrial que presenta ahora un espectáculo de abandono y parálisis económica patente. En comparación con las ciudades de Mozambique, Mutare tiene la estructura típica de las ciudades coloniales británicas con amplias avenidas, un centro comercial y el resto dedicado a las zonas residenciales. La vida parece tranquila y aprovechamos la ocasión para entrar en algún supermercado y ver el ambiente. No estaban mal surtidos aunque había pocos clientes. Yo compré un poco de té nacional, asombrosamente barato.
Desde Mutare subimos hacia Bvumba, una región m
ontañosa que domina la llanura que separa Zimbabwe de Mozambique, con vistas espectaculares y algunos restos del pasado esplendor del imperio británico. Nuestra intención era visitar el hotel Leopard Rock, un viejo establecimiento inaugurado en los primeros años del siglo pasado por el rey inglés en medio de un increíble campo de golf dominado por las montañas. Todo el conjunto está situado a más de mil metros de altura. El hotel conserva el sabor de los viejos emporios coloniales y ha sido ampliado y remozado hace algunos años para dotarlo de mayor espacio y comodidades. Sin embargo, su enloquecida política de precios, una para los nacionales y otra –diez veces más cara- para los extranjeros, ha terminado por dejarlo casi completamente vacío. Es una pena porque se trata de un lugar extraordinario con vistas magníficas. Pasamos un buen rato allí, comimos un magnífico guiso de oxtail y conocimos los alredores.

De regreso, compramos algunos recuerdos a las vendedoras que tenían sus puestos situados en las cunetas. La mayoría vende tejidos bordados, manteles, servilletas y cosas semejantes. Son piezas multicolores muy decorativas que se pueden conseguir por precios bajísimos dado que son las propias vendedoras las que, ante el silencio del cliente o su cara de extrañeza, comienzan a rebajar de inmediato sus primeras peticiones. Me sorprendió su simpatía desbordante y su sentido del humor. Mi colega regateaba con ellas de manera salvaje mientras que todas sonreían y se hacían la competencia unas a otras para conseguir el negocio. Si no les comprábamos algo, se volvían a sus puestos igual de sonrientes y se despedían saludando alegremente.

La otra cosa que se puede comprar en Zimbabwe son esculturas de piedra. En Mutare hay aceras enteras llenas de todo tipo de figuras y motivos esculpidos en piedra de jabón, un mineral relativamente blando de la familia del talco. Los precios admiten drásticos regateos y pueden conseguirse piezas muy interesantes casi regaladas. El problema es que las esculturas pesan mucho, lo que limita las oportunidades de compra.

Tras el día en Leopard Rock, bajamos de nuevo hasta Mutare y regresamos a Chimoio. Al cruzar por Manica, la iglesia se destacaba majestuosamente contra la puesta de sol de la sabana.

martes, 10 de julio de 2007

Xefina

Hacía algún tiempo que no emprendía ninguna aventura -dentro de las modestas ambiciones de quien esto escribe, se entiende- así que decidí acometer la exploración de la isla de Xefina, un enclave completamente virgen situado en la bahía de Maputo, frente a la Costa do Sol. La isla fue un enclave militar en tiempos coloniales y ahora, todo aquello en ruinas, sólo recibe la visita de familias de pescadores que han instalado algunas barracas de paja para la explotación de su pequeña industria.La visita ya iba siendo urgente porque Xefina es el objeto de un proyecto urbanístico que coincidirá con el mundial de fútbol de 2010 en Sudáfrica, evento que Mozambique pretende aprovechar como sea para su desarrollo turístico y que, en lo que toca a nuestra islita, consistirá en la construcción de 850 casas entre villas, chalets y cabañas, un hotel de cinco estrellas, una pista de aterrizaje de helicópteros y un centro de buceo, entre otras cosas. Además, Xefina contará con parkings, garajes, estaciones de servicio para embarcaciones de recreo y otras menudencias. Para redondear, se prevé la construcción de un puente que unirá la isla con la costa. En una palabra, la repanocha.
El proyecto, como se puede deducir, acabará con Xefina tal y como es hoy: una isla virgen, sin habitantes permanentes, en medio de la bahía, completamente rodeada por la belleza espectacular de sus playas solitarias de aguas transparentes. Los ecologistas comienzan a denunciar el proyecto por su enorme impacto ambiental y en ése conflicto estamos.
Antes de que la cosa progresara, decidí, pues, visitar la islita y disfrutar de sus poco más de seis kilómetros cuadrados pasando el día allí.
El primer problema, claro, era el del transporte.
La verdad es que, con la marea baja, casi se puede ir andando desde la Costa do Sol, pero no resulta muy conveniente, especialmente si la marea alta te sorprende a medio camino. Como no hay ningún tipo de línea regular, la única manera es hablar con algún pescador y arreglar el traslado. Me acerqué a la zona de fondeo de los dhows de pesca de la Costa do Sol. Como no hay puerto, las pequeñas embarcaciones no amarran sino que quedan varadas en la arena o fondeadas en cualquier parte llenando la playa con sus palos de bambú y cascos de diseño multicolor. Los precios que uno puede conseguir para viajar hasta Xefina varían en función de la paciencia que se tenga, el tipo de barco, el nivel de agua que admita antes de hundirse y la fuerza del barquero. Yo, que en esto no soy nada exigente, elegí lo más barato, o sea, un barquinho minúsculo sin motor, a vela, sin remos, con un timón que carecía de encaje en la borda y que se caía de puro viejo pero que presentaba unos colores con la bandera de España que, en caso de naufragio, harían un buen papel como pecio patriótico. Todo por seis euros de nada, ida y vuelta, incluido el tiempo de espera del barquero.
Los preparativos del viaje no fueron nada halagüeños; el patrón largó la vela y colocó los aditamentos en su sitio tras lo cual, se dedicó durante un cuarto de hora a achicar el agua que había entrado en la embarcación con un bidón de plástico recortado al efecto, lo que no me dió ninguna buena impresión respecto al calafateado. Luego comprobé que, en efecto, simplemente no existía. El viaje se prometía movido debido al hecho circunstancial de que, aprovechando la salida, se me colocaron de boleia (de gorra) una pareja de lugareños que iban para Xefina a pescar y que aumentaron el peso muerto del navío hasta el punto de que el agua llegaba casi hasta la borda.
La singladura fue digna de la balsa de la medusa. El viento brilló por su ausencia, de modo que el pobre barquero tuvo que agarrar una pértiga y hacer de batelero, empujando la embarcación como un gondolero algo morenito. A paso de tortuga, llegamos hasta la mitad del trayecto donde la marea alta no permitía que la pértiga llegara al fondo, de modo que tuvo que utilizarla como si fuera un remo. Pero no era, así que daba muy poco impulso. El mínimo
viento que a la sazón soplaba se paró del todo como por ensalmo, de manera que estuvimos en medio de la bahía más de media hora hasta que el pobre gondolero logró acercar el dhow a la isla a fuerza de brazos y volvió a tocar el fondo con la pértiga.
Durante el trayecto, la pareja de gorrones se dedicó a parlotear en changana y a beberse dos litros de leche a granel que habían comprado en la Costa do Sol. Utilizaron al efecto, a guisa de taza, el bidón de achique, lo que supongo que daría al brebaje un saborcillo peculiar.
Al pisar tierra firme descubrí una preciosa playa inmaculada.
Guiado por mis compañeros de pasaje, me encaminé hacia el sur de la isla donde está situada una pequeña cabaña donde hacen guardia durante el día media docena de soldados. Desde allí, sale un camino medio cegado por la vegetación que conduce hasta las viejas instalaciones del antiguo fuerte colonial de Xefina, antiguo cuartel y prisión política y hoy completamente en ruinas y cubierto por la maleza circundante. Los edificios están en pie, aunque sin tejado, y la selva ha ocultado casi por completo los patios y las calles interiores que los unían lo que presenta un serio compromiso de seguridad dado que -según me habían advertido- la isla tiene habitantes poco recomendables, como cobras y mambas. Con infinita precaución atravesé las viejas instalaciones y, con todo, me tropecé con una serpiente de color pardo de un metro y medio aproximado de longitud que cruzó a toda velocidad por delante de mí dejándome el corazón en la mismísima boca. Pasado el peligro, llegué al otro extremo de la isla, al mar abierto, cara al Índico en todo su esplendor. La playa es allí soberbia y ofrece un asombroso espectáculo: los viejos búnkers de la artillería de costa del cuartel que aún están allí, pero el mar ha socavado los cimientos de las antiguas construcciones y hoy aparecen movidas y desequilibradas como barcos varados en la arena. Semejan las ruinas de otro mundo, los restos del extraño naufragio de una civilización oceánica.
Desde los restos del cuartel, recorrí la playa hasta la punta norte de la isla sin encontrar a nadie y luego regresé, a lo largo de la playa orientada hacia la bahía, bordeada de manglares, hasta el lugar donde me aguardaba mi dhow. Tampoco la vuelta transcurrió según lo planeado. En el lado positivo he de decir que el patrón consiguió la ayuda de otros pescadores que regresaban con nosotros y que amablemente se ofrecieron a largar un cabo y remolcarnos, ya que ellos sí tenían motor. Esto nos ahorró mucho tiempo. Pero, en el lado negativo, resultó que estábamos en marea baja y, por tanto, ello supuso que el barquito se quedara a un kilómetro de la costa, distancia que tuve que recorrer a pie con las zapatillas en la mano y los pantalones remangados, rezando para no caerme al agua con todo el equipo, principalmente el fotográfico.

lunes, 9 de julio de 2007

Chimoio

Chimoio es la pequeña y tranquila capital del distrito de Manica. Se trata de la antigua Vila Pery de los portugueses., situada en el llamado Corredor de Beira, entre la costa y Zimbabwe. No podría decir el número de sus habitantes porque, aunque lo pregunté, nadie estaba en condiciones de responder. Con todo, calculo que tendrá unos cien mil, la mayoría, como suele ser habitual, viviendo en los suburbios que rodean el centro.Muy castigada durante la guerra civil, la ciudad es muy agradable aunque carece de cualquier interés arquitectónico o monumental excepto un par de edificios coloniales.
La atracción turística más destacable es la cabeça de velho, un pequeño grupo montañoso
situado a un par de Km. al sur de la ciudad que, visto desde ella, semeja el rostro acostado de un anciano. Dicen que, en verano, nace un manantial en el collado que está a la altura de lo que podrían ser los ojos, de modo que parece que el viejo llora. Chimoio está lleno de bicicletas. Al contrario de lo que sucede en Maputo, la población del centro de Mozambique no siempre está en condiciones de utilizar las chapas, un sistema caro habida cuenta de las distancias que aquí se recorren, sino que viajan a pie o a lomos de la entrañable bicicleta. Por supuesto que no se trata de modelos de montaña, de diseño chic o de última generación, sino de los viejos caballos de tubo de hierro que recuerdo de mi niñez, grandes, robustas, llenas de accesorios para aumentar su capacidad, pintadas de cualquier color -siempre que sea negro- y con el peso y la resistencia suficientes como para llevar a uno o dos pasajeros y su abundante equipaje. En cuanto las ví, me recordaron aquella viejísima bicicleta de hierro y varillas donde aprendí a montar y cuyo enorme peso hacía que me costara un triunfo levantarla del suelo cada vez que se caía.Las bicicletas en el centro del país aún suponen un instrumento esencial para el transporte, las hay en todo lugar y se utilizan de mil maneras: como vehículo particular, como taxis individuales, para vigilancia, como transporte de mercancías y bultos multicolores, para uso oficial de funcionarios e, incluso, bajo la forma de bicicletas-ambulancia que personalmente no he visto pero que, de tanto en tanto, aparecen como objeto de concursos públicos del Ministerio de Salud. En resumen, las bicicletas siguen siendo una fuente de progreso y riqueza y constituyen una de las principales aspiraciones de los habitantes del distrito.En Chimoio pasé tres días trabajando, conociendo la ciudad y disfrutando de la hospitalidad de los amigos. En la ciudad todos se conocen y mantienen buenas relaciones porque las fuerzas vivas son muy pocas. Además de esto, la ciudad cuenta con dos atractivos para un extranjero: el mercado del arrabal y la vieja fábrica textil portuguesa.
El mercado es al aire libre y con toldillos, del tipo de Xipamanine. Aquí, a diferencia de lo que me pasó entonces, iba acompañado y pude disfrutar del ambiente y de unos precios absolutamente irrisorios. Recorrimos los puestos y nos interesamos por todo, en un ambiente mucho más tranquilo y seguro que Maputo y atendidos siempre con cortesía y sonrisas.
Terminamos comprando té, nueces, un mechero, varias alfombras tejidas con hoja de palma y una gallina para hacerla en pepitoria, a la portuguesa.

El complejo de la fábrica textil portuguesa se construyó al estilo de las ciudades obreras de los años 60 como la Pegaso en Madrid. Hoy está en ruinas en su mayor parte y las naves, quizá recuperables, no pueden ponerse en marcha porque la industria textil ya no es la que era ni justificaría el esfuerzo económico de reiniciar la actividad. Así que ahí sigue la plaza de toros, las desocupadas viviendas de los obreros, la escuela abandonada y hasta el picadero.
En los arrabales de Chimoio, hay algunas destilerías caseras de nipa, el aguardiente local hecho con azúcar de caña y frutas, de graduación incalculable y que embotellan y distribuyen los propios productores utilizando envases de cualquier procedencia. Compramos algunas botellas para la colección de mis amigos, algunas con etiquetas obviamente alusivas a su fuerza, otras en envases de plástico y, por descontado, sin otra licencia ni garantía de ninguna clase. Sólo para bebedores curtidos.

miércoles, 4 de julio de 2007

Experiencias mercantiles

La siguiente parada era Chimoio, la capital de la provincia de Manica, fronteriza con Zimbabwe. Pero antes, pasamos por un cruce de caminos en el que se concentraba una riquísima actividad comercial callejera: puestos de artesanía, pequeñas tiendas, comida, fruta, materiales de construcción, etc. Se trata del pueblo de Inchope, situado en el cruce entre la carretera Beira-Chimoio y la que va a Tete. Tratándose de un mercadillo local, sin turistas, los precios de los objetos de artesanía, sobre todo los hechos de maderas preciosas como el ébano, el palo rosa o el sándalo, resulta irrisorio. Asistido de mi amigo local, cuyas habilidades para el regateo dejarían en evidencia al mismísimo Shylock, conseguí un juego de tres joyeros torneados por menos de un euro cada uno. Mientras regateábamos con los artesanos que pretendían vendernos todos sus puestos a precio de saldo, íbamos siendo asaltados por vendedores de todo tipo con tomates, frutas, el omnipresente cajú, pan casero, agua y amendoim cocido (una preparación muy corriente en esta zona). Entre codazos, ofrecían sus modestos productos regateándose entre ellos mismos para intentar cerrar el negocio con los extranjeros. Yo era el único blanco allí y, probablemente, en doscientos Km. a la redonda, pero asistido de mi colega y de su conductor, me sentí a salvo. Además, aquéllos impulsivos vendedores sonreían todo el tiempo y no se molestaban por el regateo salvaje ni porque, finalmente, fueran unos y no otros los elegidos a la hora de escoger un determinado producto. Esta actitud de simpatía, paciencia y buen conformar, es general en Mozambique pero mucho más evidente fuera de Maputo. Nadie se molesta porque le pregunten precios, ni por mostrar las cosas una y cien veces. Como es evidente, el coste de manufactura de este tipo de artesanías es casi cero puesto que los materiales básicos son la madera y la piedra que recogen directamente. El trabajo del artesano tampoco constituye –para ellos mismos- un coste añadido, de modo que el único gasto que repercuten es el de las herramientas que utilizan. Así pues, casi todo el precio es beneficio y eso hace que tanto las peticiones iniciales como las adquisiciones finales experimenten oscilaciones enormes; un artesano podría pedir 1.200 y vender, finalmente, en 50. Sin embargo, esto no ocurre tan a menudo como parecería por la sencilla razón de que el vendedor establece su precio en atención a sus expectativas de venta; esto es, en una zona de turistas que suelen comprar, digamos, a 100, el artesano pedirá 250 ó 300, pero no bajará de lo que sabe que es el precio mínimo que pagan los compradores, es decir, que atiende a la demanda. En cambio, en zonas no turísticas o sin extranjeros, en las que la demanda de estos objetos es mínima o puramente local, el vendedor pedirá por el mismo producto 50 sabiendo que el precio final será de 20 o de 15. Como se ve, el porcentaje de rebaja es más o menos igual aunque el precio de salida sea muy distinto. En Maputo –siendo barato- las cosas cuestan mucho más que fuera de la ciudad, a causa de los extranjeros. Los expats experimentados, más que regatear, calculan cuál es el precio que el vendedor puede obtener por una pieza y juegan a que no lo conseguirá. Le ofrecen, entonces, lo que estiman oportuno y vuelven al puesto las veces necesarias, a veces, durante semanas, hasta que el vendedor, comprobando que no consigue por la pieza más de lo que le ofrece el expat, termina vendiéndosela a él. Siguiendo este método, especialmente válido para grandes piezas, se pueden conseguir rebajas de hasta el 75% sobre el precio inicial, pero hay que tener paciencia y suerte de que nadie más se interese por la cosa. En todo caso, en cuanto uno compra algo a un artesano, se convierte en una especie de cliente al que siempre recordará (es increíble como lo consiguen) y al que dispensará un trato especialmente deferente y atento incluyendo, desde luego, una rebaja sustancial en los precios. Ocurre a veces que cuando uno está negociando un precio en un puesto, el dueño del contiguo -que vende el mismo producto- se acerca y ofrece uno mejor. El primero se enfada un poco con él, le pone mala cara y, con una encantadora franqueza, reconoce que el otro le ha estragado el negocio y asume la rebaja con total naturalidad. El caso es no perder al cliente.Los mercados, por otra parte, constituyen una experiencia única. Aquí los olores y los colores se mezclan de manera inconcebible para un europeo. Suelen estar divididos en zonas por clase de productos. Uno de mis favoritos es el de salazones en el que venden todo tipo de pescados cuidadosamente conservados y colocados formando pilas ordenadas según las distintas variedades. Dentro de la humildad general de los puestos, los vendedores se esfuerzan por ofrecer sus productos de manera agradable, bien empaquetados o colocados en las mesas de manera atrayente. Gran parte de su trabajo consiste en en el envasado de los productos que ellos compran a granel, desde el chá em folha o té a suelto, hasta la sal; compran bolsitas de plástico y hacen diversos paquetitos de distintos precios en función de su contenido. Los precios aquí, fuera de toda presión turística, son extraordinariamente baratos: medio Kg. de té puede costar 20 céntimos de euro y un Kg. de sal 15 céntimos. Las frutas y verduras, junto con las patatas y el arroz, son productos básicos igualmente asequibles. Junto a todo ello, el omnipresente piri-piri o guindilla, que admite un sinfín de variedades y preparaciones y que hace de cada plato una experiencia sólo apta para estómagos curtidos. La cosa consiste en comprar las guindillas y luego hacer distintas preparaciones en casa. La más corriente es la de poner las guindillas en vinagre de vino. Así no se estropean y se pueden conservar al aire libre. Otra muy popular consiste en sustituir el vinagre por jugo de limón pero esta puede llegar a estropearse. Por último, también se acostumbra a triturar las guindillas con aceite, limón y algún tipo de hortaliza como zanahorias o nabos. De este modo se obtiene una especie de pasta abrasadora con la que cauterizar sin misericordia las papilas gustativas del gourmet más atrevido. Bom apetite!