miércoles, 28 de enero de 2009

El Regreso

Héme de nuevo en África y en éste, mi querido Mozambique. Desde que lo abandoné hace casi un año, he vuelto algunas veces, por poco y ajetreado tiempo, pero, por diversas razones, nunca encontré el momento adecuado para regresar a este diario que parecía cerrado para siempre igual que el ciclo de mi vida en este hermoso país. Sin embargo, al cruzar el hilo simbólico del primer año, con la perspectiva que dan los meses y las cosas que han ido pasando y transformando aquéllo que encontré cuando llegué aquí el primer día,me ha parecido buena idea volver a estas memorias, para que el viaje de regreso sea doble, a la realidad africana y al encuentro con este pequeño catálogo de reflexiones, aventurasy crónicas.
Regresar a donde uno fue feliz es siempre un arriesgado ejercicio.Ya lo dice Sabina aunque, antes de él, también lo dijo medio mundo, desde Carrascal a Jorge Manrique y, siempre el primero, desde luego, el incomparable Horacio. Y lo es especialmente en este mundo en el que casi todos los que están, se hallan de paso; dos años después de mi desembarque en Mozambique, me he convertido en el decano de la colonia española (excepto el Embajador), del grupo de trabajo y de de casi media ciudad. Apenas queda nadie de los que me recibieron, que han ido abandonando -como yo- unos puestos cuya duración media oscila entre los seis meses y los dos años. Buenos amigos se han ido para siempre y otros han viajado a otras partes del país o del mundo.Todo ello ha convertido a Maputo en una ciudad algo melancólica, llena de buenos recuerdos, pero, también, de ese bellísimo e intraducible sentimiento portugués llamado saudade.
Maputo está en pleno verano, atravesado por una terrorífica ola de calor húmedo, excelente para las vías respiratorias, pero pésimo para casi todo lo demás. La inseguridad parece haber aumentado aunque la vida cotidiana sigue como siempre sin especiales oscilaciones.
El fin de semana pasado, huyendo del calor plomizo de la Bahía, me fuí a Swazilandia para visitar el parque de Mkhaya. Es una pequeña reserva al sur del país caracterizada por tener una próspera colonia de rinocerontes blancos y negros. El entorno es espectacular y los lodges donde se alojan los visitantes se encuentran totalmente abiertos a la sabana, sin paredes, de forma que se acentúa la sensación de dormir al raso y, de paso, la incertidumbre de saber si uno recibirá alguna desagradable visita nocturna. Durante las varias salidas que realizamos, a pie, pude ver de muy cerca varias parejas de rinocerontes blancos, elefantes, búfalos y un cocodrilo enorme que cruzó por delante de mí dejándome con la sangre más helada que la suya. Prometo poner algunas fotografías en cuanto tenga los instrumentos técnicos necesarios.

jueves, 6 de marzo de 2008

Ex Africa

En apenas cinco días dejo Maputo. En esta frase se resume más de un año de trabajo, de experiencia y de sensaciones. Un año que pasó en un instante, como aquél cuento que comenzaba: “érase una vez un niño… y pasaron 30 años”.
Si mi vida aquí tuviera que resumirse en algo, apostaría por un aroma. Aquél que percibí cuando llegué y el que me ha acompañado, desde entonces, en cada jornada. El olor de África. No es algo definido, ni siquiera único, es una sinfonía compleja e indescriptible. Viene como el aire y te envuelve sin dejar un resquicio al abrigo; un abrazo de sensaciones extrañas, a veces dulce, a veces despiadado y amargo, a veces nada.
He sido un blanco negro, un viajero permanente y un español mozambiqueño. Ahora que vuelvo, compruebo que hice un buen trueque: a cambio de todo lo que he dejado aquí, me llevo un recuerdo imborrable. En realidad, no; sólo son los turistas los que se llevan recuerdos; los viajeros se llevan emociones.
No soy hombre de despedidas y no voy a hacerlo ahora. Regresaré a Maputo y recorreré sus calles nuevamente. Una parte, no pequeña, seguirá conmigo y espero que con todos los que compartieron estos días. Kanimambo a todos.
Ex Africa semper aliquid novi.

viernes, 29 de febrero de 2008

Cocidito montañés

Mi querida cidade feitiço está atravesando una terrorífica ola de calor. La humedad está en sus máximos y los termómetros señalan frecuentemente los cuarenta grados. Es una combinación demoledora. El mínimo esfuerzo o paseo supone una inmersión automática en un incontenible sudor y falta de aire. Apenas se puede andar antes de la puesta del sol.
Para celebrar esta ola, no se nos ocurrió nada mejor que obsequiarnos con un cocido santanderino. La amabilidad de un amigo de allí y la ocasión de la vuelta a Maputo de su mujer que venía de España con los pertrechos idóneos, le sugirió la idea de reunirnos a todos para dar cuenta de una fabulosa tijela repleta como nunca había visto antes de fabes, verdura, morcilla, chorizo, tocino y demás joyas desconocidas por estos lares.
El aperitivo consistió en una espectacular selección de embutidos españoles entre los que destacaba con brillo propio un choricillo picante a cuyo fabricante los cielos conserven la vida mucho tiempo. Después nos regalamos con una bandeja interminable de langostinos en tempura y acometimos, finalmente, la olla del cocido con toda el ansia que proporciona estar tanto tiempo de carencia.
El cocido estaba sublime e hicimos los honores repetidamente, mojando el pan en el tocinillo y rebañando las salsorras con toda dedicación. El condumio fue regado con un número indefinido –pero elevado- de un rioja de extraordinaria calidad y finalizamos la refección con varias bolas de helado y un orujito digestivo.
Dando tumbos, nos fuimos a casa a dormir la siesta bajo un sol de justicia.
Los efectos del cocido, del morapio y del calor, hicieron sus efectos de inmediato y pasé el resto del fin de semana en un estado de catatonia y empacho del que sólo logré recuperarme el lunes siguiente. Consultados otros comensales, coincidieron en haber sufrido los mismos síntomas y es que, a veces, olvidamos que llevamos mucho tiempo fuera y que nuestros pobres organismos ya no están habituados a la contundencia de aquellos nuestros deliciosos pero aguerridos platos tradicionales, poco adecuados, además, para este mundo africano.

miércoles, 20 de febrero de 2008

El misterio de la carretera de la Costa del Sol

Hay grandes misterios que acongojan a la humanidad y otros, pequeños pero igual de incomprensibles, que hacen la vida diaria un poco más divertida, aportando una simpática dosis de suspense o intriga que, a modo de pequeño rompecabezas, sirve para ocupar tiempos muertos, excitar nuestra curiosidad natural por las cosas o ejercitar nuestras rutinarias mentes en la búsqueda de soluciones imaginativas.
Un servidor, por ejemplo, siempre se ha preguntado porqué las guías de teléfono por nombres son mucho más gordas que las de calles; ¿no hay, en todo caso, el mismo número de teléfonos?. ¿Alguien ha logrado agotar alguna vez un bolígrafo Bic?. ¿Adan y Eva tenían ombligo? ¿Por qué apretamos más fuerte los botones del mando a distancia cuando tiene pocas pilas?; ¿Por qué hablamos más alto cuando nos dirigimos a un extranjero?; ¿Por qué cuando en el coche no vemos algo apagamos la radio?; ¿Por qué las magdalenas se ponen duras y las galletas blandas?;¿Por qué en cualquier oficina de atención al usuario siempre hay más ventanillas que empleados?; o, finalmente, ¿como llaman en Rusia a la ensaladilla rusa?.
Uno de los misterios específicos de Maputo es saber por qué los coches que circulan por la Avenida de la Costa del Sol lo hacen a veinte kilómetros por hora. Se trata de una carretera que recorre la playa, desde el malecón de la ciudad hasta el barrio de Costa del Sol, a lo largo de unos siete kilómetros. Es una vía muy transitada y la mayor parte de los coches que circulan por ahí lo hacen a velocidades de tortuga reumática sin que pueda explicarse la razón. “Pasean”, me dijeron un día; pero no es así porque hay furgonetas que llevan batallones de trabajadores, otros van de servicio o incluso hay chapas que hacen su ruta. “Van con sus novios/as charlando embelesados”. Error. La mayoría viajan solos. “Disfrutan del paisaje”. Incorrecto. Cuando les adelantas, adviertes que van atontados mirando hacia el frente. “Escuchan música”. Nuevo gazapo, son silenciosos como peces. “Son prudentes”. Inexacto, en cuanto llegan a la avenida Julius Nyerere aceleran como posesos.
No se trata de que vayan despacio, es que van con-de-na-da-men-te despacio, probablemente ensimismados o poseídos por algún miasma fantasmal que les impide cambiar a segunda. Hacer un recorrido por esta carretera, si tienes algo de prisa, se convierte en un florido catálogo de juramentos y adelantamientos desesperados. Una tortura que se multiplica infinitamente porque el problema no lo provocan uno o dos coches, sino caravanas enteras, todos a la velocidad de un caracol. Si, por desgracia, te encuentras además con una boda, la cosa se transforma en una comitiva infernal compuesta de decenas de coches, atiborrados de invitados sospechosamente alegres que van cantando a grandes voces. Único caso, por cierto, en el que la policía se muestra comprensiva lo que, habiendo exceso de ocupación en cualquier vehículo, hace que el conductor advierta: “si nos paran los de tráfico, a cantar todos”.
He preguntado a media humanidad por el misterio de los coches-oruga de la Costa del Sol y nadie ha logrado dar una respuesta satisfactoria. Me dan ganas de bajarme un día de mi carrinha, alcanzar a alguno de ellos (se puede conseguir a pie sin problemas) y hacerle una pequeña encuesta. Probablemente, tampoco obtendría otra respuesta que una amable sonrisa.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Primeros planos





Se trata de animales recogidos por el Rehabilitation Center de Moholoholo, en Africa del Sur, provincia de Mpumalanga.

martes, 5 de febrero de 2008

Pandemónium

La tarde de ayer fue una versión añadida y aumentada de lo que sucedió por la mañana. Grupos de jóvenes, en su mayor parte, tomaron literalmente el centro de la ciudad y las principales avenidas y cortaron los accesos colocando barricadas en las carreteras nacionales. A última hora de la tarde, los ánimos parecieron calmarse después de la intervención del gobierno llamando al orden y prometiendo una reunión con los chapeiros. Ya de noche, las calles que pude atravesar hasta llegar a casa eran el paisaje después de la batalla: ruedas ardiendo, barricadas deshechas, cristales rotos por todos lados, comercios y casas cerrradas a cal y canto y un vacío sepulcral. Después de haber pasado todo el miedo del mundo, mi guarda me dijo que habían herido de bala a un sobrino suyo que estaba en el hospital. Hoy, el gobierno ha anunciado que suspende la subida de tarifas hasta que encuentre otra solución. Pero el problema continúa; ahora son las chapas las que no salen a la calle a menos que se suban los precios. La ciudad sigue a la espera.