jueves, 6 de marzo de 2008

Ex Africa

En apenas cinco días dejo Maputo. En esta frase se resume más de un año de trabajo, de experiencia y de sensaciones. Un año que pasó en un instante, como aquél cuento que comenzaba: “érase una vez un niño… y pasaron 30 años”.
Si mi vida aquí tuviera que resumirse en algo, apostaría por un aroma. Aquél que percibí cuando llegué y el que me ha acompañado, desde entonces, en cada jornada. El olor de África. No es algo definido, ni siquiera único, es una sinfonía compleja e indescriptible. Viene como el aire y te envuelve sin dejar un resquicio al abrigo; un abrazo de sensaciones extrañas, a veces dulce, a veces despiadado y amargo, a veces nada.
He sido un blanco negro, un viajero permanente y un español mozambiqueño. Ahora que vuelvo, compruebo que hice un buen trueque: a cambio de todo lo que he dejado aquí, me llevo un recuerdo imborrable. En realidad, no; sólo son los turistas los que se llevan recuerdos; los viajeros se llevan emociones.
No soy hombre de despedidas y no voy a hacerlo ahora. Regresaré a Maputo y recorreré sus calles nuevamente. Una parte, no pequeña, seguirá conmigo y espero que con todos los que compartieron estos días. Kanimambo a todos.
Ex Africa semper aliquid novi.

viernes, 29 de febrero de 2008

Cocidito montañés

Mi querida cidade feitiço está atravesando una terrorífica ola de calor. La humedad está en sus máximos y los termómetros señalan frecuentemente los cuarenta grados. Es una combinación demoledora. El mínimo esfuerzo o paseo supone una inmersión automática en un incontenible sudor y falta de aire. Apenas se puede andar antes de la puesta del sol.
Para celebrar esta ola, no se nos ocurrió nada mejor que obsequiarnos con un cocido santanderino. La amabilidad de un amigo de allí y la ocasión de la vuelta a Maputo de su mujer que venía de España con los pertrechos idóneos, le sugirió la idea de reunirnos a todos para dar cuenta de una fabulosa tijela repleta como nunca había visto antes de fabes, verdura, morcilla, chorizo, tocino y demás joyas desconocidas por estos lares.
El aperitivo consistió en una espectacular selección de embutidos españoles entre los que destacaba con brillo propio un choricillo picante a cuyo fabricante los cielos conserven la vida mucho tiempo. Después nos regalamos con una bandeja interminable de langostinos en tempura y acometimos, finalmente, la olla del cocido con toda el ansia que proporciona estar tanto tiempo de carencia.
El cocido estaba sublime e hicimos los honores repetidamente, mojando el pan en el tocinillo y rebañando las salsorras con toda dedicación. El condumio fue regado con un número indefinido –pero elevado- de un rioja de extraordinaria calidad y finalizamos la refección con varias bolas de helado y un orujito digestivo.
Dando tumbos, nos fuimos a casa a dormir la siesta bajo un sol de justicia.
Los efectos del cocido, del morapio y del calor, hicieron sus efectos de inmediato y pasé el resto del fin de semana en un estado de catatonia y empacho del que sólo logré recuperarme el lunes siguiente. Consultados otros comensales, coincidieron en haber sufrido los mismos síntomas y es que, a veces, olvidamos que llevamos mucho tiempo fuera y que nuestros pobres organismos ya no están habituados a la contundencia de aquellos nuestros deliciosos pero aguerridos platos tradicionales, poco adecuados, además, para este mundo africano.

miércoles, 20 de febrero de 2008

El misterio de la carretera de la Costa del Sol

Hay grandes misterios que acongojan a la humanidad y otros, pequeños pero igual de incomprensibles, que hacen la vida diaria un poco más divertida, aportando una simpática dosis de suspense o intriga que, a modo de pequeño rompecabezas, sirve para ocupar tiempos muertos, excitar nuestra curiosidad natural por las cosas o ejercitar nuestras rutinarias mentes en la búsqueda de soluciones imaginativas.
Un servidor, por ejemplo, siempre se ha preguntado porqué las guías de teléfono por nombres son mucho más gordas que las de calles; ¿no hay, en todo caso, el mismo número de teléfonos?. ¿Alguien ha logrado agotar alguna vez un bolígrafo Bic?. ¿Adan y Eva tenían ombligo? ¿Por qué apretamos más fuerte los botones del mando a distancia cuando tiene pocas pilas?; ¿Por qué hablamos más alto cuando nos dirigimos a un extranjero?; ¿Por qué cuando en el coche no vemos algo apagamos la radio?; ¿Por qué las magdalenas se ponen duras y las galletas blandas?;¿Por qué en cualquier oficina de atención al usuario siempre hay más ventanillas que empleados?; o, finalmente, ¿como llaman en Rusia a la ensaladilla rusa?.
Uno de los misterios específicos de Maputo es saber por qué los coches que circulan por la Avenida de la Costa del Sol lo hacen a veinte kilómetros por hora. Se trata de una carretera que recorre la playa, desde el malecón de la ciudad hasta el barrio de Costa del Sol, a lo largo de unos siete kilómetros. Es una vía muy transitada y la mayor parte de los coches que circulan por ahí lo hacen a velocidades de tortuga reumática sin que pueda explicarse la razón. “Pasean”, me dijeron un día; pero no es así porque hay furgonetas que llevan batallones de trabajadores, otros van de servicio o incluso hay chapas que hacen su ruta. “Van con sus novios/as charlando embelesados”. Error. La mayoría viajan solos. “Disfrutan del paisaje”. Incorrecto. Cuando les adelantas, adviertes que van atontados mirando hacia el frente. “Escuchan música”. Nuevo gazapo, son silenciosos como peces. “Son prudentes”. Inexacto, en cuanto llegan a la avenida Julius Nyerere aceleran como posesos.
No se trata de que vayan despacio, es que van con-de-na-da-men-te despacio, probablemente ensimismados o poseídos por algún miasma fantasmal que les impide cambiar a segunda. Hacer un recorrido por esta carretera, si tienes algo de prisa, se convierte en un florido catálogo de juramentos y adelantamientos desesperados. Una tortura que se multiplica infinitamente porque el problema no lo provocan uno o dos coches, sino caravanas enteras, todos a la velocidad de un caracol. Si, por desgracia, te encuentras además con una boda, la cosa se transforma en una comitiva infernal compuesta de decenas de coches, atiborrados de invitados sospechosamente alegres que van cantando a grandes voces. Único caso, por cierto, en el que la policía se muestra comprensiva lo que, habiendo exceso de ocupación en cualquier vehículo, hace que el conductor advierta: “si nos paran los de tráfico, a cantar todos”.
He preguntado a media humanidad por el misterio de los coches-oruga de la Costa del Sol y nadie ha logrado dar una respuesta satisfactoria. Me dan ganas de bajarme un día de mi carrinha, alcanzar a alguno de ellos (se puede conseguir a pie sin problemas) y hacerle una pequeña encuesta. Probablemente, tampoco obtendría otra respuesta que una amable sonrisa.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Primeros planos





Se trata de animales recogidos por el Rehabilitation Center de Moholoholo, en Africa del Sur, provincia de Mpumalanga.

martes, 5 de febrero de 2008

Pandemónium

La tarde de ayer fue una versión añadida y aumentada de lo que sucedió por la mañana. Grupos de jóvenes, en su mayor parte, tomaron literalmente el centro de la ciudad y las principales avenidas y cortaron los accesos colocando barricadas en las carreteras nacionales. A última hora de la tarde, los ánimos parecieron calmarse después de la intervención del gobierno llamando al orden y prometiendo una reunión con los chapeiros. Ya de noche, las calles que pude atravesar hasta llegar a casa eran el paisaje después de la batalla: ruedas ardiendo, barricadas deshechas, cristales rotos por todos lados, comercios y casas cerrradas a cal y canto y un vacío sepulcral. Después de haber pasado todo el miedo del mundo, mi guarda me dijo que habían herido de bala a un sobrino suyo que estaba en el hospital. Hoy, el gobierno ha anunciado que suspende la subida de tarifas hasta que encuentre otra solución. Pero el problema continúa; ahora son las chapas las que no salen a la calle a menos que se suban los precios. La ciudad sigue a la espera.

Revolta

La ciudad está en llamas.
Ya he tenido ocasión de describir el sistema de transporte en Maputo. Dejando aparte los machibombos, cuya utilidad es prácticamente nula, todo el mundo se mueve en chapa. Los precios de las chapas son fijados por el Ministerio de Transportes que ha negociado recientemente un aumento de tarifas. El trayecto corto ha pasado de 5 (14 céntimos de euros) a 7.5 meticales (21 céntimos) y el largo o interurbano, de 7 a 10.
El aumento ha provocado una revuelta feroz de usuarios que actualmente está en pleno desarrollo y que ha transformado este día 5 de Febrero en un martes negro. Cronología de última hora:
7:00 Comienza una revuelta popular en los barrios periféricos. Los usuarios levantan barricadas para evitar que las chapas circulen. Comienzan a verse coches de la policía en el barrio de Malhazine.

10:00 La televisión comienza a informar de la revuelta. Grupos de usuarios cortan el barrio de Jardim y atacan a los coches que intentar pasar por allí. Se cierra la carretera nacional I.

10:20 En la plaza OMM, guardas privados de seguridad evitan que los ciudadanos incendien las estaciones de servicio que se encuentran allí. Comienzan los tumultos en la Avda. Eduardo Mondlane, donde está el edificio de la Cooperación Española y muy cerca de mi lugar de trabajo.
En la misma plaza OMM, los revoltosos comienzan a apedrear a los vendedores ambulantes que allí se encuentran. Hay grupos que comienzan a desplazarse en dirección a la Avda. Kenneth Kaunda.

11:00 Se interrumpe la circulación en la Carretera Nacional I con neumáticos ardiendo. Los machibombos que hacen rutas interurbanas están detenidos alrededor del Edificio de la 18ª Esquadra de la Policía.

11:20 La policía dispara contra los revoltosos del barrio Jardim. El diario online “O pais” dice: "Actos de vandalismo estão a acontecer em vários pontos da cidade de Maputo em protesto contra o agravamento da tarifa dos transportes semi-colectivos, vulgo “chapa cem”, a vigorar a partir de hoje, 5 de Fevereiro. Um número ainda não especificado de viaturas, incluindo particulares e da Polícia da República de Moçambique, encontram-se danificadas e várias vias de acesso, como a que liga a capital às restantes províncias do país, foram bloqueqadas”.
(La fotografía del neumático ardiendo es de este periódico)

11:30 Se ven hogueras y se oyen disparos frente al Hospital Central de Maputo en la Avda. Eduardo Mondlane, frente al edificio de la Cooperación Española. Se ven grupos corriendo por la calle.

11:43 Situación tensa frente al antiguo Instituto de Educación Física en Avda. Eduardo Mondlane. El profesorado y los alumnos están inquietos y no salen del edificio. Temen por sus coches aparcados en las inmediaciones.

11:45 Se colapsan las lineas telefónicas. En Xiquelene se ven actos de vandalismo y se oyen disparon esporádicos en los barrios Ferroviario, Huele y Mavalane, probablemente de la policía. Jóvenes y menores protagonizan los actos vandálicos.

12:00 Grupos incontrolados han intentado asaltar el Banco Austral del Barrio Jardim pero fueron dispersados por la policía que disparó gases lacrimógenos. Radio Mozambique está transmitiendo un partido de fútbol de la Copa de Naciones. Un policía consiguió evitar ser linchado en Inhagóia gracias a sus colegas. Situación muy tensa.

12:25 La Avda. 25 de Setembro es asaltada. Se han colocado contenedores de basura interrumpiendo la circulación.

12:30 Radio Mozambique comienza su noticiario diciendo que hay disturbios en varios barrios de Maputo por el aumento de las tarifas de las chapas. También dice que hay dificultades en Matola y que la policía intenta evitar el caos.

12:39 Radio Mozambique informa que un coche de la policía ha sido quemado y que han aparecido carros de asalto para retirar las barricadas, pero que los manifestantes vuelven a colocarlas. Nuevos intentos de asalto a las estaciones de servicio Total. El Ministro de Transportes pide calma a la población y dice que las tarifas aprobadas son los mejor que el gobierno pudo conseguir. En Malhazine se producen enfrentamientos entre manifestantes y policías. Se rompen las ventanas de las casas.

12:46 El vice ministro del Interior, José Mandra, habla en Radio Mozambique pidiendo calama. Dice que los precios del combustible subieron y que por eso subieron los precios de las chapas. Habla de diversos daños y de cinco heridos. Según Radio Mozambique, hay un muerto por bala. En Xai-Xai, a 200 Km. de Maputo, las chapas no circulan.

12:51 Dos jóvenes han sido tiroteados en su casa de Inhagóia por un policía de paisano. Diversas personas fueron a casa del policía para intentar quemarla pero han sido repelidos por otros agentes que dispararon al aire.

13:07 Varios jóvenes atacan una chapa en la Praza do Museo, rompiendo los cristales y agrediendo luego a diversos vendedores callejeros.

13:15 Grupos de personas apedrean los coches que pasan por la Avda. Eduardo Mondlane. La policía intenta dispersarlos disparando al aire. La ciudad parece desierta.

13:52 Circulan coches por la Avda. Eduardo Modlane aunque muy pocos y muy despacio. La mayoría de las tiendas están cerradas y no circula ninguna chapa por la ciudad.

14:15 Un coche de Electricidad de Mozambique es quemado en Benfica. El Gobierno interrumpe la sesión ordinaria del Consejo de Ministros y anuncia una declaración para esta tarde.

14:35 A esta hora están cerradas todas las escuelas, el comercio formal e informal y las estaciones de servicio. Se trata de una situación inédita en Maputo. Según el sociólogo Carlos Serra, la agitación popular recuerda a la que hubo en el momento de la independencia.

14:45 Se cierra el peaje de Matola y se corta la N4


Para más información:
http://www.oficinadesociologia.blogspot.com/
http://www.opais.co.mz/home/index.php

Bricolage

El mundo del bricolaje no admite medias tintas: o se adora o se aborrece. Yo diría que, cuando se trata de apasionante proyectos voluntarios, como construir un hangar casero para los coches del Scalextric o un armarito de tamaño natural para guardar los puros, la cosa tiene su gracia y hasta gusta. Esto es lo que constituye verdadero bricolaje, del cual hay que desterrar esa otra temible actividad que nuestras esposas suelen asimilar al mismo y que, en realidad, nada tiene que ver: el mantenimiento casero. Que levante la mano el que, al oír que “hay un grifo que gotea”, “la puerta no cierra”, “el niño se ha cargado tu equipo de música”, “parece que el salón necesita una mano de pintura” o, peor, o “¿no crees que el sofá quedaría mejor en aquélla esquina?”no se echa a temblar. Porque esto no es bricolaje, amigos, esto es mantenimiento de propiedad inmobiliaria y entra en otro epígrafe fiscal.
La diferencia es palpable en mi casa de Maputo, cuyas pequeñas deficiencias precisarían de un batallón de operarios a plena jornada. Albañiles, fontaneros y electricistas, principalmente.
El aire acondicionado de mi casa es, admitámoslo, algo deficiente. Para empezar, apenas tiene dos posiciones: encendido o apagado. Lo del termostato es algo demasiado avanzado para los modelos de que dispongo. Por otro lado, aquello del silencio que tanto postulan los fabricantes actuales como característica ideal de estos ingenios, es cosa por completo desconocida. Cuando se enciende alguno de mis aparatos, parece que se pone en marcha un buldózer sin tubo de escape y, por cierto, se mueve casi como ellos (también la lavadora aunque para eso tengo a Silvia que le hace un clinch en cuanto empieza el centrifugado). Por la noche, parece que uno viaja en el camarote interior de un crucero, exactamente junto a las turbinas.
Pese a todo, no me puedo quejar, excepto en lo referente a distribución del sistema de aireación, que no llega a todas las habitaciones. En la que uso para trabajar, el calor alcanza estos días extremos asfixiantes hasta el punto de que tengo siempre una toalla a mano para enjugar mi sufrida frente mientras escribo. Como pedir un nuevo aparato supondría tal cúmulo de dificultades que necesitaría creer en la reencarnación para confiar en que algún día dispondría de él, decidí tomar un desvío alternativo y colocar, yo mismo, uno de esos simpáticos ventiladores de techo con luz incorporada que venden en los supermercados sudafricanos. Así que compré uno de ellos y me dispuse a colocarlo durante el fin de semana. Como no dispongo de herramientas, tuve que pedir prestado el material, desde el taladro hasta los tacos, pasando por tornillos y conexiones.
Pertrechado con todo lo que reuní, me puse manos a la obra. Como no dispongo de escalera y tampoco tenía mi gracioso proveedor de ferretería, tuve que improvisar un pequeño andamio con el que llegar al techo, algo alto, por cierto. Coloqué una silla, luego la mesa y luego una caja. Algo precario, pero en fin, no anticipaba yo que la cosa se hiciera tan difícil.
Como apuntaba antes, el bricolaje de mantenimiento es una actividad odiosa pero si, encima, tiene algo que ver con trabajar en el techo, la operación adquiere tintes demoníacos, porque cualquier dificultad se multiplica por mil.
Si hubiera sido el presentador de bricomanía, habría dicho así: “Con este simpático taladro hacemos cuatro hermosos agujeros, ponemos los tacos adecuados, colocamos la plancha, hacemos las conexiones en un pis-pás y colgamos la lámpara. Luego encendemos la luz y voilá!”. Todo en tiempo real.
Bien. Vayamos por partes. Taladrar el techo de mi casa no precisaba de un taladro sino de un martillo eléctrico de tamaño profesional. Con compresor. El hercúleo hormigón del forjado se resistía a dejarse agujerear de modo que, para avanzar un milímetro, el humilde taladro casero que me habían dejado se ponía al rojo vivo, la broca se reblandecía y mis brazos amenazaban con romperse mientras apretaba hacia arriba y maldecía con igual –e inútil- fuerza. Todo esto mientras el polvillo me caía en los ojos, me impedía respirar y cubría la mesa de una capa blancuzca que amenazaba con arruinar para siempre el principesco barniz. A fuerza de juramentos y maldiciones logré hacer los cuatro agujeros aunque dos no tenían la suficiente profundidad y uno la suficiente anchura, de modo que el siguiente paso fue ponerme a adaptar los tacos al desastroso encaje. Con un cuchillo de carne, a falta de uno de aquellos preciosos cúter que cualquier tiene, excepto yo, fui tallando los tacos hasta darles la forma adecuada para encajar en los poco lucidos agujeros.
Los tornillos que venían con el ventilador se probaron poco adecuados para entrar en los tacos. O bien eran muy gordos o el acero muy poco resistente porque en cuanto intenté apretarlos haciendo un mínimo de presión, comprobé con horror que sus cabezas de estrella desaparecían por completo bajo la fuerza del destornillador. Ni para dentro ni para fuera. Después de indescriptibles esfuerzos para sacar aquellos tornillos de lo que parecía su tumba inexorable, coloqué otros que reuní de entre unos restos variados, cada uno de su padre, pero más resistentes aunque igualmente difíciles de atornillar de modo que alguno quedó un poco salido. Finalmente, empero, la placa quedó más o menos colocada y yo hice como que no veía aquéllos defectillos que un ojo técnico mediano me habría afeado.
Hacer las conexiones con una mano mientras se sostiene con la otra el pesadísimo aparato y con la boca una linterna, es un ejercicio que recomiendo para amigos del sado-maso (avanzado) porque no tiene desperdicio. Si a eso añadimos que no tenía destornillador pequeño y tuve que aflojar los tornillitos del contacto con una lima de uñas, que las instrucciones de montaje venían en chino y que la mesa temblaba a cada empellón amenazando con derrumbar todo el andamio, se podrá valorar el mérito de la operación. Si añadimos el calor agobiante y que, a causa de los trabajos, me estaba ya, literalmente, licuando hasta el punto de tenerme que poner calcetines en las manos para hacer de guantes y que no se me cayeran las cosas, se podrá hacer una idea de la gesta.
Tras varios y fallidos intentos de colocar los cables en su lugar, de arriesgar la vida en alguno de ellos en que olvidé desconectar los plomos y de un dolor muscular en los brazos que me acompañará toda la vida y que estoy seguro de que hará acreedor de una incapacidad permanente absoluta con derecho a pensión y medalla, logré terminar los trabajos.
Ahora, mientras que sigo asando de calor porque el sistema consigue bajar un par de grados la temperatura pero poco más, me llena de orgullo contemplar mi obra, un poco desde lejos, es cierto, no vaya a ser que los tacos del techo terminen por rendirse y el ventilador salga volando como un frisbee.

viernes, 25 de enero de 2008

La calle

La situación económica de Mozambique no es muy airosa, ya se sabe; sin embargo, no se aprecia en las calles la miseria que algunos visitantes esperan encontrar. Pero hay señales.
La pobreza, innegable, se extiende a nuestro alrededor pero se concentra o hace más evidente en ciertas áreas, barrios o sectores. En el centro de la ciudad, es también apreciable a través de lo que la teoría política marxista llamaba el lumpenproletariat o personas desclasadas, marginadas o simplemente fuera del sistema legal. Maputo está repleta de personas que se dedican a actividades económicas de todo tipo, desde la pura y simple mendicidad hasta la prestación de servicios mínimos.
Los mendigos suelen ser de dos tipos: los niños, no muy numerosos, pero que suelen concentrarse en las calles de las áreas más favorecidas de la ciudad, y los pobres que sufren algún tipo de deficiencia. Los niños suelen estar en grupos junto a los semáforos en donde se acercan a las ventanillas para pedir alguna cosa, dinero, dulces, un bolígrafo o cualquier cosa que les puedan dar. La mayoría son meninos da rua, sin familia o que huyeron de la que tenían y hoy viven en la calle. La policía intenta solucionar el problema pero, en la mayoría de los casos, ni siquiera ellos se acuerdan de dónde vivían ni a donde podrían regresar y los sistemas de adopción no son los adecuados para resolver el problema de estos niños ya crecidos y con un comportamiento muy especial. Su vida en la calle está llena de calamidades y de miseria, comen lo que les dan o encuentran en la basura, algunos perpetran pequeños robos en coches, fuman marihuana y duermen en cualquier parte.
La mayoría de los mendigos tradicionales sufren algún tipo de deficiencia: desde la lepra hasta la ceguera pasando por cojos, mancos, paralíticos o deficientes mentales. Los casos más graves que no pueden valerse por sí mismos son ayudados por algún familiar que es quien se acerca a los transeúntes o a los coches llevando de la mano al pobre infeliz para provocar compasión y conseguir la limosna.
Los mendigos de Maputo, de todas clases, no suelen ser insistentes. Se acercan a uno y le muestran su desgracia con la mano extendida, murmurando “…tó a peder”. Los niños, por su parte, se llevan la mano a la boca para indicar que tienen hambre. Un gesto negativo o la indiferencia del viandante bastan para que, en general, desistan hasta una próxima ocasión.
Un escalón por encima de los mendigos están los prestadores callejeros de cualquier clase de servicios: desde una reparación rápida del coche hasta el lavado del mismo pasando por limpiabotas, voceadores de periódicos, recargadores de teléfono, vendedores de todo tipo de utensilios, comida, ropa, bebidas, frutas variadas, artículos falsificados de ínfima calidad, guardacoches o gorrillas, porteadores de bultos, traductores de lenguas locales, reparadores de utensilios caseros, hojalateros, latoneros, albañiles, tijoleiros (alicatadores), médicos tradicionales, reparadores callejeros de relojes, zapateros ambulantes, cesteros, descargadores, artesanos de la madera, bisuteros, pintores, tejedores… un inmenso e inacabable mosaico de gente que llena las calles de color y de bullicio y que da una idea aproximada de lo que fue la España de hace algunas décadas y quizá de lo que debía ser un mercado medieval.
El coste de todos estos servicios es muy bajo. En cambio, cualquier tipo de material que no sea encontrado en la naturaleza, incrementará el precio. Hace algún tiempo, hablando con un vendedor de imanes para neveras en el Mercado do Pau que intentaba vender una elaborada pieza por 20 meticales (unos 60 céntimos de euro), me confesaba, casi avergonzado, que la mayor parte del precio no correspondía con la talla y el pintado de la pieza sino con la existencia en su parte trasera del pequeño imán que permitía colocarlo en la puerta del frigorífico. Para conseguirlo, tenía que comprar viejas piezas de electrónica de consumo, principalmente altavoces rotos, de los cuales extraía los imanes para dividirlos en mínimos trozos y colocarlos en cada esculturita. Esa pequeña y elaborada industria casera era lo que constituía su costo base de fabricación. La mano de obra y la madera, eran otra cosa.

jueves, 10 de enero de 2008

Cómo se cruza una calle en oriente

Entiéndase por oriente todo lo que no es occidente y queda más allá de aquello que conocemos como el primer mundo, es decir, utilizando la amplia acepción de exotismo que se usaba en el rococó y en el romanticismo decimonónico, el muy desconocido universo árabe, africano y tropical.
Cuando uno viaja a la India, a Marruecos, a Egipto o a cualquier otra parte del África negra, una de las primeras cosas que extraña es el horroroso caos circulatorio que desborda las vías públicas. Frente al rígido orden reglamentario y casi automático del tráfico occidental, la circulación de vehículos en nuestro oriente parece cosa de orates, chiflada, anárquica y brutal. No hay semáforos y los que hay no se respetan, cada uno pasa y para donde puede, los peatones no existen como sujetos de derechos, los giros se hacen a lo loco y no hay preferencias; en definitiva, cada uno se mueve como Dios le da a entender dentro de un mar de coches, congestionado y feroz, en el que no parece haber reglas.
Pero las hay.
Ante la maraña de tráfico, la mirada espantada del viajero casi siempre lleva aparejada una pregunta: ¿Como es posible que no se atropellen unos a otros y que no haya miles de muertos diarios? Sin embargo, las estadísticas demuestran que el número de accidentes es casi el mismo que en nuestras pulcras y ordenadas ciudades.
La respuesta está en el sistema jurídico. No se asusten los amables lectores pues no van a sufrir una conferencia legal, pero conviene que sepan que el quid de la cuestión radica en que en nuestro mundo y en el de oriente, el sistema circulatorio se basa en principios muy diferentes: en occidente rige el principio de confianza o de seguridad en el tráfico que, dicho en pocas palabras, significa que todos circulamos confiando en que los demás van a respetar las mismas normas que nosotros mismos seguimos. Esto quiere decir, por ejemplo, que cuando llegamos a un cruce con el semáforo en verde no tenemos que mirar a izquierda y derecha para comprobar que los otros se han detenido. Presumimos que es así y continuamos sin reducir la velocidad. Respetamos una norma común que es la que proporciona la seguridad. En esto consiste, más o menos, el principio de legalidad.
En cambio, en oriente, la seguridad no se basa en la confianza hacia una norma o hacia un reglamento abstractos sino hacia las personas, esto es, en la comprobación constante –y por tanto la razonable certeza- de lo que hacen los demás en un momento determinado. Siguiendo nuestro ejemplo anterior, al llegar a un cruce, el conductor oriental no dejará nunca de mirar a todos lados para comprobar qué hacen los otros, cuáles son sus intenciones y en qué medida todo ello le afecta y le permite seguir adelante, maniobrar o detenerse. Esto obliga, naturalmente, a seguir unas ciertas reglas de comportamiento que, a grandes rasgos, podrían concentrarse en dos: déjate ver siempre y no hagas movimientos bruscos. Como es evidente, si nuestra seguridad depende de comprobar lo que hacen los otros, conviene que nuestras intenciones sean obvias y para ello nada mejor que hacernos bien visibles y no engañar a los demás con movimientos intempestivos o inesperados. Las maniobras deben hacerse claramente y con decisión para que el resto de conductores pueda adecuar su marcha y sus intenciones a las nuestras, sin brusquedades, pero sin titubeos.
El paradigma de todo lo dicho es el cruce de una calle por parte de un peatón. Cuando uno de nosotros pretende hacerlo en este mundo oriental, se enfrenta a lo que parece una hazaña de titanes. Si lo intentáramos, pretenderíamos encontrar un hueco entre los coches que circulan velozmente –lo cual es poco probable- o que estos detuvieran su marcha para dejarnos pasar –lo cual es imposible- y si, finalmente, nos lanzásemos, haríamos mil y un intentos, amagos, carreras y detenciones, para sortear los vehículos mientras corremos para llegar a la otra acera. Profundo error que terminaría en casi seguro atropello.
En medio de nuestra desesperación, vemos como, a nuestro lado, una viejecita llena de achaques y de bultos en la cabeza, cruza la calle tranquila y mágicamente como si tuviera un invisible escudo protector. En realidad, sólo utiliza la anteriormente descrita doble táctica: dejarse ver y andar fluidamente, sin brusquedades. De esta manera, consigue que los coches la vean, puedan anticipar sus movimientos y la esquiven adecuadamente. Lo peor que podría hacer es echarse a correr, detenerse súbitamente o retroceder, porque los automóviles ya no sabrían entonces ni calcular la distancia que les separa de ella ni por dónde rebasarla y, viéndose confundidos e incapaces de reaccionar, es más que probable que terminaran atropellándola.
He aquí en pocas palabras, queridos amigos, cómo funciona el sistema en oriente y el motivo de que nos cueste tanto adaptarnos al mismo. Nuestro respeto a la ley y a las normas se contrapone a la seguridad personal e inmediata que proporciona el análisis continuo de lo que hacen los demás. Quien no está acostumbrado a uno de ellos, se enfrenta, además de a una dificultad, a un sistema distinto de entender la vida.

Feliz Año Nuevo

Después de las fiestas navideñas y desde esta tripilla expandida que ha sido tumba de interminables refecciones y banquetes, regresa el Capitán a sus labores. Queda poco ya y espero que sea fructífero.
Un abrazo para todos con los mejores deseos para el nuevo año.