miércoles, 30 de mayo de 2007

La Alfaiatería

Una de las cosas más apreciables en la vida cotidiana de los países escasamente desarrollados es lo barata que resulta la mano de obra. Mientras que en España, por ejemplo, el valor final de la mercancía depende en un porcentaje elevadísimo de la mano de obra empleada en su elaboración, transformación y comercialización, en Mozambique el precio lo determina, en esencia, el de la materia prima. Esto hace que, por poner otro ejemplo, una parte importante de las mercancías que se comercializan en los supermercados de Maputo sean importadas de Sudáfrica y no sólo me refiero a productos más elaborados sino a cosas tan simples como patatas, cebollas y lechugas que resulta más barato traer de allí que de cualquier lugar de Mozambique porque no hay medios materiales para su comercialización, mientras que la mano de obra necesaria para el transporte y distribución de productos baratos apenas supone un pequeño valor añadido.

Lo anterior sirve para explicar porqué me he encargado un flamante traje a medida en la tienda de la esquina. Para empezar, la tienda gira bajo el precioso nombre de alfaiatería, el viejo vocablo árabe utilizado en la España Musulmana para nombrar a las sastrerías y que aún se conserva en el español literario con la grafía alfayate. Mi alfaiatería luce en el escaparate varios trajes de diversos tipos, incluyendo uno de tipo indo-oriental porque el Chefe Alfaiate es, como suele acontecer, un monhé, esto es, un pakistaní. El establecimiento tiene un venerable aire rancio y familiar, como las viejas sastrerías españolas de los años cincuenta, con su mesa y estantes de madera, muestrarios de tela, tijeras, jaboncillos, alfileres, acericos y todos esos artilugios típicos de la profesión que ya apenas pueden verse en los modernos centros de moda y que, si existen, deben estar reservados para la confección a medida de alto nivel, inaccesible para los seres humanos de tipo medio y no digamos modesto como un servidor.

Pues bien, mi alfayate aplica precios módicos a su mano de obra que, si he de fiarme de los trajes que están en proceso de confección, es delicada y cuidadosa como todo trabajo artesanal, lo que me decidió por encargarle un fato “príncipe de gales” de tomo y lomo con el que emular y competir con el embajador en las recepciones oficiales. En la guerra como en la guerra.

Dada la poca entidad de la mano de obra, es posible poner el acento en la elección de una buena tela y así, he escogido un precioso tejido inglés importado a través de Sudáfrica, de finura y calidad excepcionales, al que espero que haga honor el corte principesco que espero de mi tradicional y amabilísimo alfaiate. En cuanto llegue la tela, comenzará la ceremonia de las pruebas y medidas que, según me ha anticipado, no serán pocas. Ya sólo me falta un barbero particular para ser un señor de aquellos que fueron mis abuelos.

lunes, 28 de mayo de 2007

Café Continental

En la Avenida 25 de Septiembre, que constituye la espina dorsal de La Baixa, se encuentra el Café Continental, un antiguo establecimiento de los años 30 que conserva, milagrosamente intacta, la decoración original y un decadente aire colonial. El amplio salón está repleto de espejos, ventanales a la calle y mobiliario de hierro y mármol, al uso de los viejos cafés lisboetas del Bairro Alto y, salvando las distancias, de los venerables cafés literarios del Madrid bohemio de finales del siglo XIX y primeros 30 años del XX como el Comercial, el Suizo, el Pombo o el entrañable Gijón. Encontrar uno de estos protagonistas de la edad de oro de los cafés en el África Austral no deja de ser una experiencia tan extravagante y exótica como lo sería ver un puesto callejero de piri-piri de galinha confortablemente instalado en las calles de Valladolid, por citar un caso. El Café Continental está inmaculadamente limpio y atendido por una legión de eficacísimos empleados. En su interior, hay un departamento para la venta a la calle, que cuenta con una imponente selección de pasteles y una panadería, todo a precios muy razonables.

Aunque sirven comidas, lo tradicional es sentarse tranquilamente en la varanda y tomar un delicioso café expreso o com leite acompañado de un pastelinho de nata, un delicioso hojaldre relleno de crema pastelera que constituye uno los productos tradicionales del local y que, a poco que uno se acostumbre, se convierte en un rito sacramental.

Sentado en los veladores del Continental se puede contemplar a los viandantes que recorren la bulliciosa avenida, el Mercado do Pau (“de palo” o “de la madera”) que inunda los sábados la vecina plaza 25 de Junio y el ajetreo de los carrinhos que van y vienen del muy próximo Mercado Central.

Hay otros cafés en Maputo dignos de ser visitados pero ninguno con el sabor y el ambiente que destilan las paredes del Continental. Además, aquí, a diferencia de otros establecimientos en los que abundan los extranjeros, hay mucha clientela local lo que aporta mayor autenticidad y cercanía.

Llegué al Continental después de dar un paseo por las grandes avenidas de la ciudad. Crucé por delante del Palacio dos Casamentos donde los rítmicos cánticos tradicionales de los testigos y damas de honor, recubiertos de sedas multicolores, forman un ejército de gala que atruena la Avda. Julius Nyerere desde primeras horas de cada sábado. Multitud de convidados se abalanzan sobre los novios para darles sus parabéns y desearles lo mejor, antes de salir como una horda musical y bullanguera hacia la fiesta y el banquete de bodas. Mientas miraba embobado el espectáculo, me encontré con varios conocidos. La ciudad se está haciendo pequeña…

viernes, 25 de mayo de 2007

Al final de la semana

Desocupado lector: A punto de terminar la terrible semana, me dispongo a dejar aquí constancia de la dificultad habida durante la misma para dar novedades. El trabajo ha inundado los días, muchas reuniones aplazadas se han materializado ahora, nuevas visitas a juzgados se han realizado y, para colmo, hemos iniciado un pequeño seminario de formación del que me he hecho cargo personalmente, de modo que apenas he hecho otra cosa que ir de acá para allá como un yo-yó.

Como remate de semana, nos hemos despertado este viernes con la noticia de que el Ministerio de Agricultura, un enorme edificio situado en la Praza dos Heróis, ha comenzado a arder a eso de las 6 de la mañana dejándolo –a estas horas- completamente destruido pese a los denodados esfuerzos de la magra fuerza de bomberos de la ciudad. Las causas son desconocidas aunque se supone que habrá sido un cortocircuito, cosa bastante frecuente y generalizada en los edificios antiguos por razón del lamentable estado de sus instalaciones generales, llenas de cables viejos, canalizaciones rotas, derivaciones y conexiones hechas de cualquier manera. El incendio y destrucción del ministerio traerá gravísimas complicaciones burocráticas, sin contar con las materiales. Veremos en qué resulta.

Por fin tengo mi carrinha a la que he bautizado Bakki, que es como se llaman en afrikáans. Su estado general es aceptable lo que quiere decir malo en términos europeos, pero bueno en consideración a su recia naturaleza africana. Es una auténtica mula de carga con 3.200 c.c., tracción total, cinco plazas y una estupenda caja trasera para llevar cosas o personas al estilo local. He visto carrinhas como ésta con más de treinta personas a bordo. En las bodas, por ejemplo, hacen de transporte colectivo; los novios van delante, mientras que en la caja van los invitados cantando a voz en grito las canciones festivas tradicionales. Un espectáculo. La mía es blanca y cuenta con uno de los ya conocidos “secretos” que se supone la hacen inexpugnable para los malandros. El secreto, en la línea habitual de este tipo de aparejos, requirió la intervención de todos los motoristas de la oficina hasta dar con el mecanismo de puesta en marcha y desconexión. Bakki permanece de momento en el parking porque carece de seguro y prefiero no arriesgarme a atropellar a alguien y vérmelas con sus deudos.

viernes, 18 de mayo de 2007

Namaacha

Namaacha es una pequeña localidad cercana a Maputo -unos 80 Km.- que hace frontera con Swazilandia. Allí nos fuimos para conocer el Juzgado de Distrito y hacer un pequeño trabajo de recogida de datos sobre su funcionamiento. Namaacha tiene un clima mucho más templado que el de Maputo porque está rodeada de montañas. Muchos capitalinos de pro se construyen aquí sus segundas residencias para huir del agobiante calor del verano. La ciudad es muy africana, sin centro apreciable, sólo largas avenidas o carreteras sin asfaltar flanqueadas de casas individuales con grandes jardines, huertos, granjas y una enorme y antigua iglesias colonial dedicada a la Virgen de Fátima a la que peregrinan dos veces al año muchos fieles que vienen a pie desde Maputo y otros lugares del país. Dentro de la iglesia, hay que destacar un vía crucis de colorida factura, pintado a mano en las paredes por artistas locales, que aporta un bello toque popular al interior del edificio.

El edificio del tribunal fue construido con ayuda extranjera y resulta espacioso aunque no especialmente bien concebido. Tiene los techos muy altos y habitaciones muy pequeñas, llenas de recovecos y esquinas. Alrededor tiene un enorme y cuidado jardín.

En la frontera hay mucha gente, casi todos dedicados al contrabando de alimentos y materias primas. Compran en Swazilandia, donde es más barato, y lo revenden en Mozambique, ganando una modesta plusvalía. Justo en la parte Swazi, nada más pasar las aduanas, hay un enorme supermercado. Casi todos los mozambiqueños cruzan la frontera sin pasaporte pero eso forma parte de la tradición local. Los problemas se resuelven, no se sabe cómo, sin necesidad de acudir al Juzgado.

Sobre las 10 de la mañana, la ciudad se llena de niños de todas las edades que vienen y van a las escuelas; todos van sonriendo y jugando, con vestidos multicolores, en grupitos de la misma edad y siempre solos. Al pasar a mi lado, todos saludaban y aproveché la ocasión para tomar algunas fotografías que luego les mostraba en la pantallita digital consiguiendo sus caritas de asombro y grandes risas. Siguiendo la tradición africana, casi ninguno está inscrito en el registro. Algún tiempo después del parto, el padre hace una especie de presentación pública del recién nacido a familiares y vecinos y desde ese momento, el niño es reconocido como parte de una determinada familia. Eso es todo. Será mucho tiempo después cuando tendrá que registrarse para obtener alguna prestación social o inscribirse en alguna parte. Si es católico, se bautizará muy tarde, ya casi adulto, y siempre que sus padres estén casados por la iglesia y después de tres años de catequesis a razón de ocho meses por año.

Las desgracias nunca vienen solas

De vuelta de Johannesburgo desapareció mi bolsa. No es que tuviera muchas cosas de importancia, pero había libros, que aquí constituyen un bien escaso, y otras menudencias para hacer la vida un poco más llevadera. Parece ser que la pérdida de equipajes en el trayecto Johannesburgo-Maputo forma parte del color local al que todos se han acostumbrado con cristiana aunque asombrosa resignación. Por otra parte, los que me fueron a buscar se habían olvidado del detalle de hacerlo en mi propio coche, de modo que me llevaron a mi lugar de trabajo donde se encontraba. Pero –como diría Gila- ¡cómo se encontraba!. Parecía que le había pasado por encima un rebaño de elefantes recién salidos del fango de tanto polvo y churretones como presentaba. Para colmo de males, no arrancaba y allí que se puso manos a la obra una legión de improvisados mecánicos que recordaba el clásico sistema español de mirones que de todo opinan y de casi nada entienden. Quitaron la batería, cambiaron los bornes, limpiaron los cables, sustituyeron gomas… todo en vano; el carro no hacía más que un tiki-tiki-tiki que no auguraba un buen arranque y que terminó por sumir al motor en un terrible silencio. Como tenía que irme a casa y algo había que hacer, el jefe de la flota me proveyó de un coche de sustitución, un viejísimo y destartalado Kia de vigésima mano (y muy malas todas) que carecía de amortiguación y de comodidades. Tampoco despedía un buen olorcillo, así que el encargado vació un spray entero de ambientador en el habitáculo trasformándolo en uno de aquellos cines de barrio de mi infancia en los que olía a Ozonopino Ruy-Ram que mareaba. Sorprendentemente dado el ínfimo nivel de equipamiento general, el coche venía provisto de un sistema de alarma o secreto, que se activaba con un botón camuflado bajo la moqueta tan discretamente que era casi imposible dar con él, especialmente con la puerta cerrada, y que obligaba a agacharse, perder de vista la carretera y sobar desesperadamente la antihigiénica alfombrilla en busca del artilugio.

Más o menos instruido del sistema, salí del aparcamiento en dirección a mi casa y a los cien metros el malhadado aparelho de seguridad se disparó solito, caló el coche, encendió las luces de emergencia y disparó una sirena de alarma capaz de ensordecer a una banda de trompetas furiosas. Arrastré como puede el coche a un lado y me puse a buscar desesperadamente el maldito botón y después de cinco minutos de angustia, logré dar con él bajo las miradas extrañadas de los transeúntes. Arranqué de nuevo y a los trescientos metros el sistema volvió a hacerme la jugada, esta vez, en medio de la avenida 25 de septiembre. Menos mal que con la experiencia previa, pude dejarme caer hacia el arcén con alguna anticipación y proceder a la nueva búsqueda botonera entre reniegos y juramentos. El viaje prosiguió en estas condiciones, con paradas intermitentes, hasta que llegué a casa, media hora más tarde. Allí llamé al encargado para agradecerle el coche, maldecir el sistema de alarma y preguntarle por su exacto funcionamiento. Resulta que había que apretar el botón justo después de poner en marcha el coche, si no, la desconexión no servía.

Por la tarde, me llamaron del aeropuerto advirtiéndome de que mi bolsa ya había aparecido y que fuese cuando quisiera a por ella. Al llegar, el funcionario aduanero se empeñó en revisar su contenido, dándose la graciosa circunstancia de que me había dejado la llave del candado en casa así que tuve que darle mil y una explicaciones y seguridades de que no había nada peligroso ni ilegal hasta que logré convencerle. Cuando al fin regresé a casa, descubrí que la bañera grande perdía agua por algún sitio que hasta ahora no he sido capaz de descubrir. Hermoso día.

jueves, 10 de mayo de 2007

Estilismo Africano

La mujer africana tiene el pelo completamente rizado y fosco cuyo crecimiento natural da lugar a aquél tipo de peinado afro que tanto se llevó en los años 60 y que les daba la apariencia de un plumero gigante. Hoy, el estilo ha cambiado, pero dadas las limitaciones naturales de la materia prima, no hay muchas alternativas. Hoy voy a dedicar un pequeño espacio a los peinados femeninos africanos, realmente llamativos.
Ante todo, conviene revelar que la utilización de postizos está enormemente extendido. La facilidad con que las mujeres apar
ecen con peinados completamente distintos de un día para otro se debe a su prolífico uso de las extensiones y las pelucas. Unas de las más utilizadas son las de pelo largo y liso algo que, naturalmente, es muy difícil de conseguir para una africana. También se usan mucho las de pelo liso pero corto, que no suelen sentar tan bien porque parecen un tazón oscuro al revés y se nota demasiado su artificialidad. No obstante, gozan de gran predicamento. También hay pelos naturales lisos, eso sí, sometidos sin duda a un tratamiento de confiesa o te estrangulo que les hace pasar por todo tipo de cremas alisadoras y mecanismos de planchado inevitablemente condenados al fracaso en cuanto pasan un par de horas bajo el sol y la humedad que nos rodean. Por eso mismo, este estilo sólo suele utilizarse con el pelo corto, menos de media melena, pese a lo cual, la rebeldía natural del cabello suele transformar el peinado en una especie de boina o ensaimada a punto de despegar de la cabeza de su propietaria. Poco agraciado.
El estilo más en boga actualmente es el de las trencitas. Las que son largas suelen ser extensiones pero también las hay naturales y son de dos clases: una para pelo corto, que consiste en hacer las trencitas muy pegadas a la cabeza formando una especie de surcos, y otra, para el pelo más largo, que mantiene algunas trenzas pegadas y otras sueltas formando una media melena. El mundo de la trencita da para muchas fantasías, especialmente entre las niñas aunque también se ven, mucho más elaboradas, en adultos. Las trencitas se llenan de abalorios y cuentas de colores transformando las cabezas en parques temáticos a poco que se aplique la imaginación del estilista.
El tercer gran grupo de peinados está formado por los nudos y los churritos. Los nudos son pequeños moños que se hacen por toda la cabeza y se atan con cintas o gomas de colores. Los churritos, a su vez, se forman construyendo una especie de trenza de punta que se retuerce y se fija con gomina creando así como una cabeza llena de clavos. Los churros no llevan adornos y tienen una variante flácida, es decir, sin gomina, de modo que se dejan caer por toda la cabeza a manera de gusanos gordezuelos.

La última opción, bastante extendida, es la del pelo rapado al cero o casi. Es cómodo y facilita el uso de pelucas aunque no resulta muy estético.
Debo añadir, para terminar, que es muy frecuente el uso de pañoletas para la cabeza. El modelo más sencillo, junto con la bata, forma parte del uniforme
de cualquier empleada doméstica o de hostelería. Las jóvenes suelen utilizar, más bien, las bandanas o las gorras tipo USA. En cambio, los grandes pañuelos multicolores de lujo, auténticos portaaviones de seda, sólo se ven en las cabezas de las señoras de la alta sociedad que los lucen en actos oficiales. Una versión reducida se ve también en las celebraciones, sobre todo bodas, que tienen lugar en el Palacio dos Casamentos todos los sábados.

lunes, 7 de mayo de 2007

Colectánea III





Swazilandia

Los Swazi forman parte de la gran familia bantú. Junto con los Zulúes ocuparon su actual país en el siglo 16. En 1881, los británicos reconocieron su autonomía pero a partir de 1890 su administración fue conferida al departamento de Transvaal de la República Sudafricana. A raíz de la Guerra de los Boers, Swazilandia se convirtió en un protectorado inglés que duró hasta 1968 en que se proclamó definitivamente su independencia. Se trata de un país con la extensión de Cáceres, muy rico en recursos naturales y bastante desarrollado, pero con una gran parte de la población, eminentemente rural, muy empobrecida y castigada por el Sida, hasta el punto de contar con el triste honor de ser el país con mayor incidencia de la enfermedad: el 40% de la población está contagiada. La expectativa de vida del país es de 33.5 años.
Pese a los datos, se trata de un país notoriamente más desarrollado que Mozambique; sólo tiene dos millones de habitantes y pertenece a la Southern African Customs Union (SACU), una especie de mercado común que incluye a Lesotho, Botswana, Namibia y la República de África del Sur. Tiene buenas infraestructuras, carreteras, autopistas y ferrocarril aunque sus ciudades son muy pequeñas (la mayor, Manzini tiene 70.000 habitantes
aproximadamente). En cuanto al paisaje, cuenta al oeste con una cadena montañosa de gran belleza que le ha valido el nombre de la Suiza Africana. Swazilandia es una monarquía absoluta. Se supone que es el único país africano que se rige por reglas tradicionales aunque eso conlleve, naturalmente, una autoridad real apabullante y criticada internacionalmente por su altísimo nivel de lujo y dispendio en un país con tantas carencias.
El título oficial del Rey es el de Rey León mientras que el de la Reina -que no es su esposa, sino su madre- el de Indlovukazi, que literalmente quiere decir La Gran Elefanta.

Allí me fui el Sábado a pasar el día. Swazilandia está a una hora de Maputo y la capital, Mbabane, a una hora más. La frontera, al contrario de lo que pasa normalmente con Sudáfrica, está casi vacía y no se tarda apenas nada en cumplimentar los trámites.

El viaje transcurre por una buena carretera, entre paisajes que se van tornando más verdes y elevados a medida que el camino se dirige hacia el Oeste. Junto a la capital, Mbabane, hay buenas infraestructuras hoteleras, lodges, tiendas, deportes de aventura, etc. La mayoría está en manos de extranjeros, pero parece ser que los empresarios locales comienzan a tomar iniciativas. En cuanto a tiendas, como es lógico, prima la artesanía: esculturas en madera, velas de fantasía, cristal… pero tienen una gran calidad y un diseño más original que en Mozambique. También tienen una industria textil propia entre la que destaca la confección de las camisas african style, esa especie de guayabas de colores como las que usa Mandela y que aquí tienen valor formal y sirven para asistir a actos oficiales. (Adviértase en la ilustración la cara del modelo…) También hay capulanas y vestidos de seda multicolores de los que pesan un quintal y llevan las señoras para actos igualmente formales.
Mbabane es una ciudad pequeña y poco agraciada.
Como Albacete (con perdón) pero con un Mall lleno de tiendas. Allí sólo se suele ir a comprar porque los precios son muy ventajosos con relación a Mozambique. Hay lo mismo, es decir, productos sudafricanos, pero el precio es sensiblemente más bajo y también hay tiendas de ropa de calidad. No son gran cosa, pero, comparadas con las de Maputo, aquello parece Serrano. Hay buenos restaurantes y cafeterías donde se puede comer bien y barato.
De regreso se me hizo de noche y viajé con mucho cuidado. Aquí puede uno encontrarse con cualquier cosa en la carretera, desde una vaca hasta un búfalo
pasando por un porco de mato -o facocero- como esos de madera que tan primorosamente fabrican los artesanos locales.


viernes, 4 de mayo de 2007

Covas y Buracos

Ya estamos en invierno, que en realidad es un buen otoño que en realidad es un verano flojo. Hemos dejado atrás los terribles tres primeros meses del año en que el verano nos trajo lluvias torrenciales y cerca de 40º a la sombra con una humedad del 98%. Ahora, la temperatura oscila entre los 30 grados a pleno día y los 20 del amanecer y la noche. La humedad, por su parte, ha bajado y apenas llueve aunque cuando lo hace, parece que alguien se ha dejado abierto el desagüe del océano, convirtiendo las calles en ríos imposibles de pasar. No hay alcantarillas, así que las calles se convierten en ramblas que conducen los torrentes hasta la bahía arrasando el asfalto, los empedrados y cualquier tipo de pavimentación en general. Este es el origen de los tremendos baches -buracos o covas en función de su profundidad- que salpican el paisaje urbano. Como uno no ande listo, puede dejarse el coche en uno de ellos, para siempre.

Nuestros días de invierno transcurren así, bajo una sensación general de bochorno. El ciclo habitual consiste en un día de mucho calor por tres días moderados. Ya se puede dormir abrigado y los amaneceres resultan frescos y agradables. Gracias a ello hemos comenzado a correr en el Parque Repinga, junto al malecón de la ciudad. Se trata, en realidad, de un circuito de manutenção erigido en homenaje a Antonio Repinga, el primer recordman Mozambiqueño de maratón, allá por los años sesenta. Junto a un busto del interfecto, sin duda realizado por su peor enemigo, comienza un circuito bien cuidado con una pista de tierra batida de 1.500 metros utilizada por los numerosos atletas populares que hay en la ciudad. Allí nos vamos a desbravar las interminables horas de sedentarismo que nos aquejan, agravadas por el hecho de que a todas partes se va en coche por comodidad y para evitar malos encuentros, lo que desemboca en una inactividad física preocupante. Hay que ir pronto, porque a eso de las 5:30 de la tarde comienza a anochecer y, una vez en marcha el proceso, se hace de noche cerrada en cuestión de minutos.

Ayer estuvimos corriendo un buen rato y, cuando ya estábamos estirando, fuimos testigos de un instructivo suceso relacionado con las covas a las que antes me referí. Cuando mirábamos hacia la avenida 25 de Septiembre fuimos testigos de la siguiente secuencia: en primer lugar, un espantoso chirrido, como una ópera china acompañada de guitarras eléctricas y cacerolas; seguidamente, se vió pasar una rueda de automóvil que se perdió en la noche a toda velocidad. Finalmente, también a todo trapo como si acabara de aterrizar, envuelto en chispas y destellos como una amoladora gigante, un veteranísimo cochecillo pegado al asfalto que resultó ser el que se servía de la rueda. Logró parar en medio de la avenida entre asombrados corredores y viandantes. El pasaje, atontolinado por la experiencia, salió dando tumbos en busca de la rueda y los tornillos que, al parecer, se habían rendido definitivamente al pasar por un hermosísimo bache que el conductor no conocía o no consiguió esquivar a tiempo. En Europa, esto habría supuesto una cascada de reclamaciones contra el Gobierno, la Comunidad, el Ayuntamiento y, si se tercia, Parques y Jardines. Aquí, como no se gasta mucho lo de reclamar ni pagar grúas o seguros de asistencia, allí quedaron todos en plena, resignada y esforzada, faena de recuperación.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Más sobre tráfico

El europeo medio –no digamos el madrileño- está tan acostumbrado a los atascos de tráfico que no se apercibe de que, en gran medida, son un bonito ejemplo del Principio de Peter, según el cual, “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su máximo nivel de incompetencia”. El tal Laurence Peter, autor del célebre axioma, no fue su descubridor. En España, no es por nada, ya lo dijo Ortega y Gasset cincuenta años antes al advertir que "todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes".
La cuestión tiene su interés aplicada al tráfico de Maputo. Hay tres grandes vías de acceso a la ciudad: la carretera de Matola, la que viene del aeropuerto de Mavalane y la de la playa de la Costa del Sol. En la hora punta se forman numerosas retenciones (o sea, atascazos) en la zona central y en la baja teniendo como eje del mal la Avenida Vladimir Lenine que es la que yo cojo y sufro para llegar al Supremo.
Algo pasó para que, de un día para otro, la Valdimir Lenine se convirtiese en un vía crucis para el automovilista, extendiendo el monumental atasco por todas las calles adyacentes. La explicación es esta: los nuevos semáforos. Hasta hace poco, los semáforos constituían una especie rara. No había muchos y la mayoría de los que se veían no funcionaban. Según las malas lenguas, las autoridades los averiaban a propósito porque se circulaba mejor sin ellos, siguiendo esa técnica ancestral que conoce cualquiera que haya viajado a la India o a un país norteafricano y según la cual todos conducen a la buena de Dios y los peatones (los pederastas como decía aquél) cruzan la calle a ciegas sin que, milagrosamente, se produzcan más accidentes que los habituales en nuestras civilizadísimas y reglamentadísimas calles. Cuando uno ve cómo se circula en Delhi o en El Cairo sospecha que quizá el verdadero dios es el suyo o, por lo menos, que tienen un ángel de la guarda muchísimo más profesionalizado.
Pues bien, el Municipio de Maputo cambió los viejos, escasos y negros semáforos de la ciudad por otros amarillos mucho más vistosos. Pero se ve que los asesores técnicos del consistorio no anduvieron muy espabilados porque instalaron una secuencia verde-amarillo-rojo de unos cinco segundos en los cruces de las vías más importantes. Parece ser que los ingenieros sólo tuvieron en cuenta el número de vehículos de la ciudad que, efectivamente, no es muy grande, pero se olvidaron del uso intensivo que aquí se hace del coche, de los infinitos accesos laterales, las áreas de servicio y las residenciales y, sobre todo, de los peatones que, salvo corredores profesionales, desistieron de cruzar por los pasos prevenidos al efecto. Por si fuera poco, los semáforos no están sincronizados ni remotamente, de modo que todos se abren y cierran a la vez durante los famosos cinco segundos haciendo que recorrer la Vladimir Lenine se convierta en la Ruta de la Seda, en versión caravana de camellos. Si a la vertiginosidad semafórica unimos la lentitud de los machibombos (o autobuses) y las paradas intempestivas de las chapas, nos haremos una bonita idea del sistema en general.
Por cierto que me he enterado recientemente de que la mayoría de los coches circulan sin seguro. Es obligatorio, claro, pero no importa. Ahora comprendo porqué la mayoría de los carros parece ir, en lugar de a su casa, camino del desguace. Cuando se rompe algo o le quitan a uno algún accesorio, hay que despedirse de él para siempre porque los repuestos valen una fortuna y, además, no hay. Esto explica que casi todos los coches, incluido el mío, tengan huecos por todos lados y circulen con los parabrisas estallados o cruzados de líneas de rotura. El colmo es una carrinha del Tribunal Supremo que el mes pasado tuvo un accidente y quedó para el arrastre. En España no habrían dado por ella ni para un bocadillo de mortadela. Pues quiá. No sé qué le han hecho, pero por aquí anda todos los días cumpliendo su cometido como puede, sin importar su capó doblado, la falta de cristales y el techo más abollado que el coche de Macguiver. Incluso circula dando unos tumbos muy sexys gracias a las ruedas dobladas y al eje torcido.
(ULTIMAS NOTICIAS DE ORDEN PUBLICO: Me han robado el teléfono móvil. Mientras corría en el parque de la Repinga, hábiles cacos consiguieron abrir mi coche con limpieza espectacular, sin forzar la cerradura ni hacer que sonara la alarma, y limpiarme el interior. Menos mal que, salvo el aparato en cuestión, no llevaba nada de interés. Tuvieron el detalle de volverlo a cerrar. Hay que jorobarse...).