Después de estrellar el coche contra el bordillo de la embajada y de dar unas palmaditas a mi motorista para que le volviera la color después de un inenarrable trayecto, he sido recibido por un amable joven que me ha hecho entrega de un magnífico ramo de flores, lo que le ha valido más tarde el rapapolvo del Embajador que, a lo que se ve, no había logrado hacerse entender cuando explicó que las flores eran para las invitadas. Cuando me vió, no sabía qué hacer al verme los brazos ocupados por tan florido pensil.
Me deshice discretamente del ramo y me uní con el reducidísimo grupo varonil. Nos hemos dedicado a chafardear de las damas, sus trajes, sus pelucas y sus postizos, mientras los más veteranos contaban chascarrillos sobre sus aventuras y los esfuerzos de la semana pasada por rescatar a un español perdido en Swazilandia después de haber sido asaltado y golpeado salvajemente. Claro que venía desde Tánger con la mochila a cuestas y llevaba dos años de viaje en condiciones verdaderamente homéricas: viajes en
La cena culminó con una extraordinaria paella de marisco tras lo cual las señoras juristas abandonaron en masa la residencia como a una voz de mando. Así que nos quedamos los de casa y pasamos una divertida sobremesa en el jardín contando anécdotas y hablando de cine. El Embajador, atentísimo como siempre, me ofreció ir a vivir a la Embajada para así rescatarme de las penurias de mi flet a lo que, naturalmente, me negué pese a las lógicas tentaciones; mecachis.
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