martes, 30 de octubre de 2007

El Scala

No sé si alguna vez se habrán preguntado los amables lectores porqué todos los cines del mundo acostumbran a usar un mismo catálogo de nombres propios. A poco que uno haya viajado, habrá visto que casi en cada ciudad hay un Carlton, un Palace, un Lido, un Metropolitan, un Savoy, Olimpia, Coliseo, Scala o un Astoria. Junto a ellos, claro, se encuentran otras variedades locales, pero aquéllos vetustos nombres perduran en esa especie de universal catálogo patronímico, herencia misteriosa de glorias pasadas, casi siempre asociadas a viejos edificios o antiguos locales postineros cuya huella ha quedado en el recuerdo nominal pero apenas en la memoria efectiva. Maputo no iba a ser menos y, de los cuatro cines que tiene, uno se denomina Cinema Scala, en la Avda. 25 de Setembro, frente al Café Continental, es decir, en pleno centro neurálgico de la antigua Baixa de la ciudad. Los otros tres son el Gil Vicente, el Xenon y el Africa. Como se puede apreciar, se mantienen las proporciones clásico-locales en el reparto de nombres.
Excepto el Xenon, más moderno y al estilo de las multisalas europeas, los otros tres cines permanecen en el estado en el que se encontraban durante el tiempo colonial. Grandes estructuras, techos inalcanzables, cabidas multitudinarias, pantallas gigantescas y sillería de madera, eskay y latón. El Scala y el Africa son, cada uno en su estilo, reliquias gemelas de aquellas salas españolas de lujo de los años cincuenta, con sus grandes entradas, sus salas repletas de florones y dorados, su bombón helado, sus acomodadores y su no-do, su suelo de madera, sus alfombras corridas y sus butacas rematadas con tachuelitas de latón. Ambos cines están en uso, aunque su aprovechamiento resulta muy escaso. Para un cinéfilo empedernido como quien esto suscribe, da un poco de pena ver las salas semivacías, las butacas desportilladas y el polvo adueñándose de paredes, lámparas, estuquería y escenario, como si ocupara los tristes huecos que dejan los espectadores ausentes.
En el Scala se ha celebrado un pequeño festival de cine español que organiza la Embajada. Ocho películas recientes que nos han traído el siempre agradable aroma del hogar. Yo, lo confieso, no he conseguido verlas sin leer los subtítulos, lo que me ha parecido realmente chocante y aun pasmoso, pero he disfrutado viendo cómo traducían al portugués diálogos castizos y cerrados que apenas sé cómo se pueden entender en otro idioma. Esto ocurría especialmente con la variedad de palabras malsonantes de las que disfrutamos en español. El portugués, al menos el más formal –en Oporto no es lo mismo- no se caracteriza por el uso de palabrões y resultaba curioso ver cómo, por ejemplo, una interminable retahíla de insultos con todo tipo de alusiones genéticas y fisionómicas se traducía, monocorde e invariablemente, como cabra o, ya como algo fuerte, cabrão. Con este vocabulario, pensaba yo, los conductores madrileños enmudecerían de sopetón.
Durante la proyección, el sonido no se veía perturbado por los teléfonos móviles sino que volvía a ser amenizado por los viejos crujidos de la madera de las butacas en las que se rebullían los espectadores. En el Scala, solo falta el hombre de las palomitas, con su chaquetita blanca, para que el regreso al pasado sea completo.

viernes, 26 de octubre de 2007

Fenómenos para-anormales

El otro día, presa del aburrimiento, revisaba yo las visitas de los amables lectores. Sabrán, como es bien patente, que hay un pequeño contador que registra algunos datos elementales de quienes acceden a este diario. Uno de estos datos es el de los referrals, es decir, las palabras o frases de búsqueda que, por alguna relación directa o indirecta, han conducido a algunos, visitantes ocasionales, a estos mis humildes y cibernéticos dominios.
Es normal, dicho lo anterior, que ciertos temas como "Kruger" "telas africanas" "Maputo" o "significado de Tauta" hayan desembocado en este blog. Ya es más extraño, aunque igualmente comprensible y hasta divertido, que provengan de frases de búsqueda como "blogs que contienen Almuradiel" o "Ley de la Silla". Pero lo que no hay quien entienda es cómo se puede llegar al país de Nemota Tauta con la frase "animalsex movies" que he descubierto con admiración. ¿Qué enloquecida asociación de ideas puede haber conducido a los duendes informáticos a traer a nuestro misterioso navegante hasta el mundo africano? ¿qué cara habrá puesto el zoólogo aficionado al ver en dónde había recalado? ¿habré deslizado en el texto, inconscientemente, algo que pueda ser encuadrado en aquélla disciplina? Ruego a los lectores, esta vez a los habituales, que me hagan llegar cualquier descubrimiento al respecto para que, al menos, pueda ser correctamente citado o, cuando menos, enriquezca mi vocabulario.

Caos?

No sé cómo hay quien tiene dudas acerca de la teoría del caos. Yo creo que se basa en hechos empíricamente irrebatibles y aún diría que evidentes hasta para el más cegato, como lo demuestra el simple experimento de dejar en cualquier cajón un cable, cuerda, hilo o similar perfectamente doblado. Pues bien, con sólo abrir y cerrar un par de veces el susodicho cajón y sin tocar nada, el cable en cuestión se habrá convertido, él solito, en un auténtico burruño lleno de torceduras y, como mínimo, tres o cuatro nudos indestripables que convierten su vuelta al uso en una selección oral del diccionario secreto de Cela.
Hay otros ejemplos, claro, como el de la Silla Maligna de la cual todos hemos conocido una y yo, por desgracia, varias: se trata de la silla en la que amorosamente colocamos la ropa que pretendemos usar de un día para otro como alguna camisa, la corbata o ese pantalón tan delicado que nos compramos aquella tarde infame en que la simpática vendedora nos juró que nos sentaba que ni pintado. A la mañana siguiente, la Silla Maligna hará que nuestra corbata esté en el suelo como la piel de una serpiente en muda, la camisa convertida en un trapillo inidentificable y el delicadísimo pantalón en un amasijo de arrugas que no querría ni Adolfo Domínguez en su época de creyente. Además, encontraremos prendas que no recordamos haber dejado allí y otras que habrán desparecido sin dejar rastro. Otra peculiaridad específica de la Silla afecta a los pantalones los cuales, sean cuales fueren los cuidados y mimos que dediques a su doblado, aparecerán con un mínimo de dos rayas en cada pernera, aunque lo normal es que aparezcan con tres o que, en el peor de los casos, todas hayan desaparecido por completo. El poder de la Silla Maligna se recrudece en Maputo, quizá por la humedad ambiental, aunque no logro explicarlo.
A veces el caos se convierte en un pseudo rasgo de la personalidad y no voy a dar otra noticia excepto la de mi empleada y su sistema de orden y control que yo, lo confieso, aún no he logrado descifrar. En el sistema alimenticio y de cocina, se producen fenómenos inexplicables como que las conservas se agrupan por la forma de las latas y no por su contenido, el azúcar desaparece de la noche a la mañana, el aceite se distribuye en pequeños tarritos de misteriosa cabida, la sal se multiplica como por ensalmo, la mermelada y los huevos no se meten en el frigorífico mientras que las latas de atún sí y la tostadora se encierra siempre en una bolsa de plástico. En el ámbito de la ropa, el caos asciende a cotas mayestáticas en base a dos principios básicos: el primero es que todo lo que se puede, se cuelga de las perchas y el segundo es que, lo que no se puede, se coloca en cualquier cajón de las cómodas de manera estrictamente cronológica. Lo primero quiere decir que cada percha alberga tres o cuatro prendas de variada índole: camisas, camisetas, un pantalón debajo, una chaqueta encima, etc; de esta manera, si tienes la desgracia de necesitar lo que está debajo has de maniobrar concienzudamente durante un buen rato. Lo segundo significa que las cosas, una vez lavadas, se meten en cualquier cajón donde haya quedado espacio, con independencia de cuál sea el contenido previo de éste. Así pues, en cada cajón hay, más o menos, un ejemplar de cada cosa: unos calcetines, una camiseta deportiva, unos pantalones de deporte, un par de calzones y un pañuelo. Si a esta disposición añadimos la Ley de Murphy, se advertirá que cada vez que necesito, digamos, un pañuelo determinado, tenga que abrir todos los cajones antes de dar con él, que estará, indefectiblemente, en el último.
A veces el caos deja espacio a una manera peculiar de entender el orden, digamos artística, que hace que, por ejemplo, todos los frascos, adminículos y artilugios que tengo en el cuarto de baño aparezcan una mañana delicadamente colocados de mayor a menor, o por colores, o formando un dibujito o una pirámide. En pequeñas dimensiones, el esfuerzo resulta verdaderamente encantador.
La última manifestación del caos, apreciable en este país, se refiere a las obras y reparaciones. En resumen podría decirse: si una cosa funciona, es mejor no tocarla. El corolario sería: más vale una gotera que no una inundación en toda regla. Esto último lo digo con conocimiento de causa porque aquélla pequeña pinguinha que había en el cuarto de baño de mi casa, que apenas molestaba por haberse convertido en algo casi entrañable y zumbón, se ha convertido hoy, después de una remodelación completa del cuarto de baño, varias intervenciones del fontanero y tres reparaciones sucesivas, en un desastre acuático de proporciones mayúsculas, asimilable a las cheias zambezianas o al tsunami malgache. Parece como si cada cual que ha intervenido en el siniestro hubiera hecho alguna cosa para aumentar sus efectos y, quién sabe, quizá sus causas. Ahora ya ha tenido que intervenir la brigada de emergencia porque el agua chorrea por la fachada, comienza a estar en peligro la instalación eléctrica y tanto las paredes como las cortinas y el suelo muestran serios daños.
Así pues, el resto de cosas que aún faltan de la casa o los mecanismos que no funcionan, es mejor dejarlos porque cualquier reparación supone una amenaza de catástrofe. Que me quede como estoy.

jueves, 25 de octubre de 2007

Casas de Comida

Dentro del imponente y generalizado flash-back que constituye Maputo, he de dar cuenta de una atracción que en otros tiempos se llamaban en España restaurantes económicos o, más castizamente, casas de comida, en las que los sufridos estudiantes, trabajadores, jubilados y demás clases poco pudientes podían sacudirse la gazuza a precios más que módicos con platos de la enjundia del filete de hígado con huevo, las sopas de ajo, las tortillas ilustradas o el pollo a la chilindrón. Claro que la cosa no era para pedir lujos, la iluminación era escasa, las cortinas de cretona, las mesas de terrazo, las sillas de plástico, el mantel de papel y los cubiertos ligeramente doblados por el exceso de uso; pero había tele, la comida era casera, el menaje razonablemente limpio, el servicio casi familiar y la parroquia educada y atenta. A poco que uno frecuentase uno de aquellos entrañables lugares, se convertía en un cliente preferente al que los camareros saludaban, conocían y se dirigían a él preguntando “¿lo de siempre?” o le soplaban casi al oído la recomendación del día que, naturalmente, había de ser observada al pie de la letra. “Lo de siempre”, en mi caso, consistía en un compromiso básico entre la abundancia y calidad de los nutrientes del plato y los precios irrisorios, combinación especialmente lograda en casos como las judías pintas con arroz y el bacalao con patatas que recuerdo vívidamente de mi económico de Lavapiés. Los postres eran también caseros, pero caseros de verdad, no como los de ahora que cuando te dicen “de casa” quiere decir “hecho en casa pero con polvos comprados en el supermercado”, y la bebida solía centrarse en el tradicionalísimo vino tinto con sifón o –si se era especialmente exquisito- con gaseosa.
Quedan aún en Madrid algunos de aquellos económicos pero cada día desaparece alguno para ser sustituido por locales modernos, higiénicos, perfectamente decorados, franquicias impolutas de camareros almidonados de uniforme o restaurantes temáticos que parecen un decorado de parque de atracciones. Ya no es lo mismo.
En Mozambique hay infinidad de casas de comida. En Maputo se conservan de varias clases. Mis favoritas son, en primer lugar, las terrazas, merenderos o esplanadas , barracas de madera, chapa y mobiliario de madera, donde se sirven platos mozambiqueños típicos como el pollo a la brasa con patatas fritas y ensalada o el peixe frito, y, en segundo lugar, los económicos del centro de la ciudad, generalmente conservados desde la época colonial y donde sirven menús del día por un precio aproximado que va desde los 65 hasta los 85 meticales, es decir, entre 1,8 y 2,5 euros. Consisten, generalmente, en un plato combinado en el que se funden generosas raciones de arroz, patatas, ensalada y pescado o carne de todo tipo, a veces también con algo de pasta y verduras.
Para los nostálgicos, los locales conservan todo el sabor de las casas de comida españolas de hace treinta años pero aquí, a diferencia de lo que ocurre en España, no son reliquias sino lugares vivos y hasta casi de lujo porque para la mayoría de los trabajadores o personas de escasos recursos, el almuerzo consiste en un bocadillo gigante de salchichas o fiambre frito comprado en los innumerables puestos callejeros y comido allí mismo. Los habituales de los restaurantes económicos son oficinistas, empleados del estado o expatriados. Yo suelo frecuentar dos: O Galeto y O Jardim, ambos cerca de mi lugar de trabajo y que reúnen las mejores características ya descritas. En favor de O Jardim, añadiré que está al aire libre y que desde su enmaderada y tranquila varanda se disfruta del jardín botánico de Maputo que rodea a los comensales como un atento y rumoroso anfitrión.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Atardeceres africanos

Ya sé que uno de los paisajes típicos de Africa son las puestas de sol. Estampas tópicas, se cree, esterotipos. Parece que tenemos en la reserva de nuestros recuerdos inventados una postal en la que se la tierra colorada e hirviente de este mundo austral aparece teñida de un rojo aún más violento y sanguinario, como si la inmensa bola de fuego se resistiese a morir cada día, como si se fuera protestando a la manera de un dios poderoso y cruel. Creemos, con todo, que se trata de una marca, de un diseño inconsciente que anida en la memoria colectiva pero que no es tan cierto como la sequía, las lluvias o la misma pobreza.
Sin embargo, las puestas de sol africanas no son una postal; acechan al viajero en cualquier lugar: en la ciudad, en la sabana, en el mar. Son rápidas como una centella, de modo que la furia de los colores va seguida de una estela tremulosa que se aprecia, casi, a simple vista. El sol no se oculta, sino que parece caer a plomo. La tierra tiembla cuando se hace oscura y la vida africana muda de registro y comienza de nuevo, ahora noctívaga pero siempre agitada y caudalosa como un gran río, como un Zambeze de carne, hueso, espinas y élitros que se apoderan de la noche hasta el nuevo amanecer.No es preciso viajar lejos para ser testigo de estas puestas de sol. Se ven desde el hotel Cardoso de Maputo, desde la Costa del Sol, desde las carreteras sudafricanas y desde el Kruger. Sólo es preciso aguardar un poco.

martes, 23 de octubre de 2007

Odisea

Hay ocasiones en que, a la manera de la celebérrima magdalena proustiana, recuperamos el pasado de manera fugaz por medio de un olor, un sabor, una sensación o un paisaje. Quien esto suscribe, modestia aparte, ya tiene una edad como para que este fenómeno se repita con cierta frecuencia, especialmente en Mozambique, país que extrañamente conserva un buen puñado de aquellos rasgos que, si bien no coetáneos con mi memoria ni con mi juventud, sí forman parte del recuerdo de los recuerdos, o sea, de aquella primera reminiscencia de la infancia que no trae tanto una vivencia directa como el relato de la que experimentaron otros, los que entonces eran algo mayores que yo, y que me transmitieron la suya propia para dejarla anclada, vicariamente quizá, en los tiernos años en que el mundo aún era el de los adultos y los niños apenas la sombra de un proyecto.
El otro día, gracias a un hecho irrelevante del que daré noticia a continuación, se me apareció aquella España de mi infancia en que las distancias eran eternas, las esperas interminables, las empresas arriesgadas y los viajes siempre a lugares remotos. Reviví aquellos días en que, cuando mi tío iba a cumplir el servicio militar a África, tardaba cuatro días en llegar a Algeciras; cuando mi padre iba a la capital llegaba dos días después; cuando los trenes viajaban a la pasmosa velocidad de 35 kilómetros a la hora y cuando ir desde Madrid a las montañas familiares –apenas 400 Km. de distancia- costaba 10 horas de autobús, un descanso de otras cuatro horas en medio del camino, tres horas más de tren de vía estrecha y, por fin, un trayecto en un estrepitoso land-rover durante dos horas más a través de una pista sin asfaltar.
Un amigo local decidió contratar una empleada de hogar –aquí llamada simplemente empregada o babá- de una provincia lejana. También como en aquélla España antigua, las empleadas “de provincias” son aquí preferibles a las de la capital porque aquéllas viven en casa, no salen apenas porque no conocen a nadie, no sisan comida porque no tienen a dónde llevarla ni sus familias viven cerca y, por último, se dice que son más educadas, trabajadores y obedientes. Mi amigo contrató a una joven que había trabajado con sus padres en una provincia del norte y de la cual tenía muy buenas referencias. Así que habló con ella, le ofreció el puesto en la capital y se hizo cargo del traslado. La cosa empezó con el transporte que, naturalmente, se hizo en machibombo o autobús, un viaje infernal que empezó a las cuatro de la mañana en origen y que terminó en la estación informal de autobuses de Maputo (informal porque, en realidad, no existe sino que las paradas se hacen de cualquier manera en la Avda. Kart Marx) a eso de las 8 de la noche. Dieciséis horas de viaje en una especie de autobús del que apenas tiene el nombre pues se trata de una vieja carraca sin comodidad alguna y con asientos de plástico en la que viajan los sudorosos viajeros a cambio de 100 meticales (3 euros) el trayecto.
La aventura comenzó a la hora de ir a recoger a la empregada. El horario de llegada es aproximado, de manera que mi amigo, temporalmente sin coche por causa de una avería, me pidió que le acompañara para ir a la estación entre las 8 y las 9 de la noche. La cosa consiste en hacer una media aproximada, de manera que fuimos allí a las 8:30. De este modo se reparte la espera y si el machibombo llega pronto espera el viajero y si llega tarde esperan los que lo recogen. En todo caso, piensa uno, ya nos podremos poner en contacto con la señora para que nos avise de cualquier incidente. Error. La señora, como es lógico, no tenía teléfono móvil, de modo que la solución de los remitentes consistió en sentarla al lado de un amable caballero que sí disponía del artilugio y al que se podía llamar –llegado el caso- para saber algo de la interfecta. La idea no estaba mal si no hubiera sido porque el señor se bajó en Xai-Xai a las cinco y media de la tarde, dejando a la pobre señora sola y sin recursos en un autobús al que aún le quedaban varias horas de viaje hasta Maputo. Olvidaba decir que la tantas veces repetida señora salía del pueblo por primera vez y que no sabía nada del país, de la capital, de viajes y –si me apuran- hasta de teléfonos.
A eso de las 10 de la noche, viendo que el autobús no llegaba ni por casualidad, preguntamos a todos los viandantes si sabían algo del nuestro y no obtuvimos respuesta positiva sino más bien contradictoria: para unos, ya había llegado, para otros, aún quedaba un rato y era normal que se retrasara y para otro grupo, ni que sí ni que no. En medio de la desesperación de no poder contactar con nadie, conseguimos por fin el teléfono de un cobrador de la empresa que, a su vez, nos proporcionó el del motorista del autobús. Después de varios intentos, logramos hablar con él quien alborozado nos dijo que el convoy había llegado más o menos a tiempo, es decir sobre las 8:15, que ahora se encontraba en las cocheras de la empresa y que se alegraba muchísimo de hablar con nosotros porque había una señora con mucho equipaje durmiendo en su autobús y que no conseguía explicarse qué es lo que hacía allí ni qué hacer con ella. Salimos escapados hacia el depósito donde nos esperaba ya el hospitalario conductor. Despertamos a la señora que bajó de la cabina sonriente y despeinada como si no aquello fuera de lo más normal. Nos explicó que a causa de la duración del viaje se había quedado frita y que no se enteró de la llegada al destino al que, por cierto, tampoco hubiera reconocido de noche porque después de haber pasado por las ciudades medio país ya no distinguía una cosa de la otra. Así pues, cuando se quiso dar cuenta estaba en el depósito y ya no supo qué hacer ni qué decir porque carecía del número de teléfono de mi amigo, y en realidad, de cualquier otro dato, así que convino con el conductor en quedarse allí a pasar la noche y, si ello fuera preciso, el tiempo necesario hasta que alguien apareciese y la rescatara.
En nuestro país, alguien que hubiera pasado por tamaña experiencia aparecería desencajado por la tensión. Nuestra simpática empleada de hogar llegó por fin a casa, tras 20 horas de viaje y avatares, con una generosa sonrisa y unos ojos somnolientos que sólo traducían un apacible y sufrido cansancio. Se me olvidaba decir que estaba encinta.

Floris silvat undique

La primavera se ha adueñado de Maputo que cumple ahora sus 120 años de antigüedad como capital de Mozambique. La perla del Índico, la ciudad de las acacias y los jacarandás, retoña con fuerza salvaje, entre los racimos de flores rojas, amarillas y violetas de los árboles que nos rodean pese a la poda feroz a la que han sido sometidos durante las últimas semanas. El aire se ha llenado de humedad y una legión de pequeños heraldos del calor ha inundado las calles. Hormigas, mariacafés (milpies) coleópteros de mil formas y tamaños, moscas, avispas, elefantinhos y mosquitos pululan por doquier, entre los macizos, los cocoteros y las araucarias, invadiendo las casas y los jardines que se multiplican a sí mismos como por ensalmo. El calor comienza a apretar y el mar se agita con mareas violentas que llenan las playas para luego retirarse a cientos de metros hacia el interior dejando los barcos varados en tierra como si se hubieran perdido en un desierto. El viento azota la ribera y los palmerales con rara violencia mientras la lluvia comienza a hacer acto de presencia, arrastrando pedazos de asfalto y creando nuevos socavones que se suman a los viejos creando un laberinto de obstáculos que los automóviles esquivan a golpe de volante y de volante. El Ayuntamiento -algún mal pensado creería que por la cercanía de las elecciones- acomete algún modesto trabajo de renovación del asfalto, bacheando aquí, pintando allá y cortando algunas vías principales para poner a prueba la paciencia de los sufridos ciudadanos. Tras el crudo invierno, la ciudad se despereza.

martes, 2 de octubre de 2007

El viajero moderno

En los viajes por avión hay dos categorías: la de quien viaja en preferente y la de los demás. Más que de categorías podría hablarse de universos porque la diferencia entre ambos modelos prácticos roza lo cósmico. Esto, claro, no se nota mucho en los viajes cortos, en los que la ventaja del pasajero bussines frente al turista suele limitarse a alguna revista y a una merienda gratuita; en cambio, en los viajes de larga duración, parece como si los diseñadores de interiores de avión hubieran dicho: se van a enterar. Y lo consiguieron, oye, como si en un mismo restaurante, a un comensal le sirvieran el menú de lujo de Adriá y al otro un pirulí. Lo malo es que, además, el del pirulí está en la mesa de al lado del otro, sufriendo la ignominia de su modestia y la evidencia de su inferior condición. En estos aviones, lo único que comparten los viajeros de primera y de turista es el fuselaje y el potencial honor de morir juntos en caso de catástrofe. Todo lo demás es distinto hasta el punto de que la definición castiza de la zona turista es la de galeras, figura que ni pintada para describir una para-estructura social en la que la sufrida clase económica rema para mantener a flote la nave en cuya cubierta superior viajan cómodamente los seres privilegiados.
Para un sufrido viajero que ha de enfrentarse a travesías intercontinentales, encerrarse más de diez horas en los estrechos límites de un asiento turista es una experiencia terrorífica. Se nota que las compañías valoran el espacio porque hacen todo lo posible para que, cada vez, quepan más pasajeros en el mismo avión de modo que se aprecia una notable reducción en el espacio para las piernas, para los brazos y para el movimiento hacia atrás del respaldo que, cuando se abate, llega hasta la dentadura del vecino a poco que éste no ande listo y haga lo propio.
Al empezar el viaje las cosas aún tienen una apariencia razonable: los pasajeros están sentados correctamente, los adminículos como mantas y almohadillas se utilizan elegantemente y los atuendos personales aparecen en su sitio.
La primera tour de force llega con el refectorio. Los tripulantes colocan la cena en las mesitas a velocidad de vértigo y comienza el imposible ejercicio de cómo utilizar los cubiertos en cuarenta centímetros de anchura. Pruébenlo en sus casas los lectores y se darán cuenta de la enormidad del desafío. Al segundo intento, uno se da cuenta de que la única manera de cortar el pollo con cuchillo y tenedor consiste en levantar los codos a la altura de las orejas, con el peligro que ello supone para las gafas del vecino quien, a su vez, se esfuerza en untar la mantequilla en la tostadita en medio de una turbulencia, con lo que el pedacito amarillo puede acabar en cualquier parte menos donde debía. Como la mesita queda normalmente a la altura de las rodillas, el viaje del plato a la boca constituya una aventura en sí mismo. Nadie sabe si el alimento llegará a su destino y, efectivamente, el rumorcillo de ops, huy, ay y similares, inunda la cabina indicando caídas indeseadas y marcas indelebles en las ropas de los viajeros. Parece mentira, por otro lado, cómo los encargados y diseñadores de catering consiguen meter tan poca comida en tanto embalaje, logrando que cada vez haya menos condumio y más plástico y envoltorios. Tres tazas, dos bandejitas, cubiertos como si fuéramos a comer en el Ritz, toallitas, palillos, sobrecitos de todo tipo, vasos variados y bolsas, todo individualmente envuelto en plástico como si fuera a pasar una inspección para entrar en una sala de operaciones. Lamentablemente, este despliegue de envoltorios suele encerrar un contenido decepcionante: todo bastante escaso y de un calidad que en el mejor de los supuestos podríamos denominar justa y en el peor, lamentable. En resumen, que la mayor parte del esfuerzo del pobre comensal durante la cena consiste, por una parte, en encontrar el alimento propiamente dicho entre la maraña de plástico y cartón que le han depositado en la bandeja y, por otra, intentar comerse los espárragos de canto, como diría Gila. Al terminar, uno mira aquellos restos y le parece que se ha dado un banquete cuando, en realidad, entre lo escaso que era y lo que se ha caído en el asiento, apenas da para engañar el apetito media hora.
Después del festín, comienzan los preparativos para el descanso y es ahí cuando el viajero se da cuenta del espacio disponible. Entre disculpas y codazos, los pasajeros se acomodan como pueden, se colocan sus artilugios y se tapan convenientemente. Diez horas después, si uno se aventura a dar un paseíto por el pasillo para estirar las piernas en un intento desesperado de no fallecer víctima del síndrome de la clase turista, asistirá a un espectáculo dantesco que a mí, particularmente, me recuerda siempre a aquéllas viajas fotografías del metro de Madrid durante los bombardeos de la guerra del 36: todos apiñados, unos sobre otros, los brazos y codos de cualquier manera intentado aprovechar los huecos libres, los cuerpos retorcidos, las cabezas en posturas imposibles, las mantas deshechas, las almohadas colocadas junto a los collarines cervicales, niños llorando, madres y vecinos desesperados, restos de plásticos, auriculares desencajados, restos de equipaje dispersado por el suelo y fantasmales insomnes mirando incansablemente el monitor por el que pasan la terrorífica e interminable serie “just for laughs”, ejemplo de globalización perversa.
Después del aterrizaje, cuando la escotilla del avión se abre, por fin, para que los pasajeros desciendan, deja paso a un ejército de sombras desencajadas que tienen que aguantar las ganas de besar el suelo después de la pesadilla y se encaminan en cojeante rebaño hacia la cinta de equipajes. Pero esa es otra historia.