lunes, 23 de abril de 2007

Chapas y mercado

Aprovechando que el sábado por la mañana habíamos enviado la misión al Kruger y disponía de algunas horas, me fui al mercado de Xipamanine. Se trata de una gigantesca superficie en el barrio del mismo nombre en la que se han instalado miles de puestecitos que forman una especie de kasbah interminable, un laberinto del que uno teme no poder escapar jamás. Alrededor de la estructura originaria, cubierta por chapas, se han ido acoplando otras hasta llenar medio barrio de callejuelas estrechísimas y oscuras para protegerlas del sol abrasador y a lo largo de las cuales se instalan los vendedores de todo tipo de mercancías.
Llegar al mercado tiene lo suyo porque no es muy aconsejable ir en coche ni, mucho menos, dejarlo allí a la ventura. Pese a que mi Camry tiene chapitas protectoras de los intermitentes, es probable que, al recogerlo, le faltaran las ruedas, los retrovisores y el elegante alerón que luce sobre el maletero, entre otras cosas. Así que decidí hacer mi primera excursión en chapa lo que, desde luego, constituye una experiencia. Hice señas a la primera que indicaba Xipamanine y paró. Las chapas pequeñas tienen tres filas de asientos, además de la del conductor. Éste, se sienta al lado de dos viajeros (o tres, según la necesidad de espacio); en las dos filas traseras se sientan seis u ocho viajeros y en la primera otros dos o tres, más el cobrador que es el que maneja la puerta de entrada y el transportín plegable en el que va sentado y que permite el acceso a la parte de atrás. Cuando la chapa para, todo el mundo en el interior se agita como en una coctelera para dejar salir a los que se bajan, reacomodarse de nuevo y dejar espacio libre a los que llegan. En realidad, más que de coctelera debería hablarse de olla a presión, especialmente a causa del horroroso calor que hace dentro y de los efluvios de todo tipo que por allí circulan. La chapa va parando donde le parece, donde la llaman o cuando un viajero quiere parar. En este último caso, el interesado da la voz de paragem! y el cobrador le da un par de mandados a la carrocería como señal para que el motorista se detenga. Teniendo en cuenta la complejidad del sistema y el reducido espacio general, resulta sorprendente la agilidad con la que todos se mueven, con la dificultad añadida de que casi todos llevan bolsas, maletas o niños, lo cual se reparte equitativamente entre el resto del pasaje. El estado del interior de la chapa es variable. Generalmente se trata de viejísimas furgonetas japonesas con cientos de miles de kilómetros a sus cansadas espaldas. El único requisito que se les pide es que anden, lo que se consigue con el mínimo mantenimiento. Esto excluye, naturalmente, las comodidades interiores como la tapicería que apenas existe o se ve sustituida por algún aparejo de fortuna. Del aire acondicionado sólo queda, si hay suerte, el botón del salpicadero, la suspensión es del tipo carreta-de-bueyes (variedad carro-chillón); el ruido es ensordecedor como si todo el vehículo se fuera a desmoronar al pasar un bache y del motor va saliendo un humo negrísimo y espeso que no parece indicar nada bueno sobre la salud del ingenio ni sobre la calidad del combustible utilizado. El costo del viaje es de 5 meticales, aproximadamente 14 céntimos de euro lo que explica muchas cosas.

El mercado de Xipamanine es una sinfonía de colores y aromas, no todos salubres. Está más o menos dividido por sectores de los que interesa destacar el de material de curandería y brujería, el de animales vivos y el de menaje del hogar. En Mozambique la brujería aún juega un papel importante en la sociedad y no sólo entre las clases más bajas sino entre la élite más escogida. En el mercado se puede encontrar todo tipo de ingredientes, fetiches, abalorios o pócimas para las más variadas necesidades. Resulta visualmente fascinante aunque el aspecto general es el de una mezcla de tienda de salazones, casquería y perfumería de barrio chino. La sección de animales vivos es una especie de gigantesco corral en el que venden de todo excepto animales grandes: cabras, gallinas, conejos… Por último, la zona de menaje nos lleva a aquélla época en que todo se hacia a mano: hay un ejército de hojalateros, carpinteros y chapistas que confeccionan a mano y con los materiales más inverosímiles, todo lo necesario para el modesto hogar mozambiqueño: lámparas, hornillos, faroles, cocinas, escobas, ingenios para rallar cocos, pilones para amendoim… Interminable.
El mercado, además de fascinante es peligroso. No hay concesiones al turismo porque esto es la verdadera África. Un blanco, sólo y despistado como yo, es un farolillo rojo que camina bajo la leyenda “robadme” y, en efecto, en una de las callejuelas más concurridas, un hábil carterista logró meterme la mano en el bolsillo y apropiarse del poco dinero que, afortunadamente, yo llevaba. Fue lo único que tenía puesto que había dejado en casa el reloj, la cámara de fotos y el teléfono móvil, pero me quedé sin nada. Regresé a pie, dando un agradable paseo por las calles endomingadas de Ximapamanine y Sommerschield, ligero de equipaje gracias a la habilidad de mi fantasmal, y seguramente ahora más feliz, raterillo de mercado.

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