martes, 5 de junio de 2007

El Kruger I

Lo primero que impresiona del Kruger es la ausencia absoluta de huellas de civilización en el paisaje. Nada más entrar en el parque, dejan de verse postes telegráficos, cables, pozos, instalaciones o construcciones de cualquier tipo. A lo largo del horizonte sólo se ven las montañas, los ríos y la vegetación de la sabana. Lo único que recuerda al viajero que vive en el siglo XXI es el asfalto de la carretera.
Accedimos al parque por la puerta Orpen, situada más o menos en la mitad. A ciento cincuenta metros de la entrada encontramos el primer grupo de jirafas, otro de ñus, un pequeño rebaño de cebras y los omnipresentes impalas. Los animales estaban muy cerca de la carretera y la cruzaban de un lado a otro sin ninguna aprensión ni evidencia de miedo hacia los coches. Para ellos, como luego nos dijeron, la carretera es también una comodidad y la utilizan porque es mucho más cómoda y segura que las sendas que discurren entre la maleza. Esta feliz circunstancia hace que el viaje en coche por el parque permita ver todo tipo de animales.

Las carreteras son rectas y van recorriendo diversos tipos de paisaje. Hacia el sur, el terreno es un poco más escarpado, verde y selvático; en el centro y hacia el norte, hay enormes planicies y extensiones de sabana, menos arbolada y más seca. Los herbívoros están distribuidos en función de su alimentación y las plantas adecuadas que se dan en cada zona, mientras que los depredadores recorren todo el parque en busca de presas.

El viaje por el parque resulta muy ameno. Cuando no se ven animales, porque se está atento a cualquier movimiento en la maleza o junto a la carretera, y cuando se ven, porque contemplar en libertad a la fauna africana es una experiencia inenarrable. En nuestro caso, después del primer grupo que vimos, recorrimos bastantes kilómetros sin ver casi nada. De repente, en medio de la sabana, apareció un enorme elefante, un macho o bull de los que caminan solos -puesto que las manadas las forman las hembras y las crías- y cuya presencia nos dejó boquiabiertos. El animal no era todavía un gran tusker, es decir, sus colmillos no estaban completamente desarrollados, pero resultaban igualmente enormes. Probablemente se trataba de un animal joven, de unos veinticinco años. Los grandes tuskers viven casi hasta los setenta y, salvo accidentes, mueren de malnutrición. Un elefante come más de 150 Kg. de hierba y hojas al día y puede pesar más de siete toneladas. Pero con los años, esta permanente e incansable actividad comedora termina por desgastar sus dientes hasta hacérselos perder casi completamente y es entonces cuando el animal entra en una fase de defectuosa nutrición que provoca una gran debilidad y que, finalmente, acaba con su vida.
Desde Orpen fuimos al campamento de Satara, donde pensábamos dormir, pero no había sitios libres así que giramos hacia el norte y llegamos, atravesando la sabana, hasta Letaba, otro campamento situado en el centro del parque al lado del río del mismo nombre.

En el parque hay una decena aproximada de campamentos del mismo estilo, diseminados a lo largo de las carreteras. Son lugares vallados y seguros y cuentan con distintas clases de alojamiento, generalmente pequeños huts o chozas con varias camas, bungalows familiares y terrenos para acampar con caravanas o tiendas propias. Cuentan con cocina, cafetería, tiendas de recuerdos y diversos edificios educativos. En Letaba, por ejemplo, hay un auditorio y una sala de exposiciones dedicada al elefante, donde pudimos leer muchas curiosidades sobre su vida, su pasado y presente en el parque y vimos el museo dedicado a los siete magníficos, los tuskers más grandes de la historia del Kruger con su filiación, historia completa y colmillos exhibidos para admiración del respetable. Cada uno de estos colmillos pesa entre 50 y 70 Kg. Casi todos los animales murieron por causas naturales aunque uno de ellos fue cazado por furtivos que, al menos, no tuvieron tiempo para llevarse el marfil.
Nuestro hut en Letaba no estaba mal aunque, comparado con la cabaña de Moholoholo, era bastante deficiente. Estaba bien equipado, tenía cocina, menaje, baño y tres camas individuales, pero carecía por completo de encanto y de cualquier tipo de detalle. Es evidente que se trata solo de un lugar para pasar la noche seguro y poco más.
Llegamos al campamento sobre las cuatro de la tarde, lo que nos permitó salir y dar el último paseo en dirección al río donde pudimos ver gran cantidad de hipopótamos y más elefantes. Al regreso, decidimos hacer el night ride o paseo nocturno. Es una hora favorable para ver animales, especialmente grandes felinos y nosotros tuvimos suerte. Al lado mismo del campamento, apenas a doscientos metros de la puerta, en plena carretera, un grupo de leones había dado caza a una enorme jirafa.
Al parecer, una de las leonas del grupo se encontraba enferma y yacía junto a la jirafa a la espera de recuperarse. La escena nocturna, iluminada por los focos de la furgoneta en la que viajábamos y que, por cierto, era abierta, resultaba sobrecogedora. La jirafa estaba medio devorada y la leona nos lanzaba de vez en cuando una mirada fulminante que nos hacía recordar que íbamos en un vehículo abierto. Tomamos algunas fotografías aunque con pobre resultado y continuamos nuestro viaje que ya no volvió a ofrecernos un espectáculo semejante.
Cuando nos abalanzamos sobre la cama, exhaustos, era aún temprano pero nos esperaba la siguiente jornada que debía empezar de madrugada, sobre las cinco y media.

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