martes, 11 de diciembre de 2007

Informe Pericial

El mundo de la obra y la chapuza, en Mozambique, adquiere proporciones cosmogónicas. Una de dos, o funciona todo muy bien y soy yo el que tiene muy mala suerte o la formación profesional de lo técnicos deja bastante que desear.
Mi fontanero, ése que viene cada quince días, mira los crecientes desperfectos de la casa, asiente como diciendo que ya lo tiene todo dominado y desaparece hasta la siguiente consulta, hizo mutis definitivo en lo tocante al flotador del depósito del inodoro. Resulta que la rosca que lo unía al mecanismo de cierre del agua –algo bastante más sencillo que, pongamos, el pilotaje de un carro de bueyes- estaba pasada. Bueno, pues este simple y hasta comprensible hecho, sólo le daba, al fontanero, para forzar la rosca aún más hasta que, naturalmente, se cayó del todo. A mí me parecía que la cosa se solucionaba con un nuevo flotador que tuviera la rosca en su sitio pero el experto canalizador se hacía lenguas sobre lo dificilísimo que era todo aquello añadiendo que, al parecer, alguien de rango superior, probablemente ministerial, debía autorizar tamaña operación de rescate.
Mientras tanto, el depósito estaba paralizado ante el peligro de que, a falta de grifo, el agua cayera sin control e inundara el baño y terrenos circundantes como, efectivamente, había ocurrido un infausto día del que prefiero no acordarme. Afortundamente, como la mancha de humedad misteriosa -a la que ya denomino oficialmente Caras de Bélmez Dos ante la imposibilidad de averiguar su origen- ya ocupa una parte considerable del techo del salón, el refuerzo procurado por el problemilla del depósito apenas se nota y queda confundido y/o asimilado dentro de aquella.
Ante la tántrica actitud del fontanero, decidí tomar el toro por los cuernos y entrar en un almacén de fontanería, curiosísimo lugar lleno de antiguos sabores y reminiscencias. Allí, en la vorágine de peticiones, pagos y consultas, me hice con una boya nueva por el desorbitante precio de 2 euros, boya que coloqué en, exactamente, 13 segundos y que consiguió el milagro de resucitar el otrora ingobernable mecanismo del depósito.
Así las cosas y a estas alturas, no consigo entender por qué mi fiel canalizador no hizo lo propio el primer día; ¿por dinero? ¿por falta de tiempo? ¿por insuficiencia de conocimientos técnicos?. La respuesta no parece ser ninguna de las anteriores y sin embargo, los días pasaban sin solución. Se admiten apuestas.
La segunda aventura reciente se refiere a los trabajos del pedreiro o albañil que, a petición mía durante el invierno pasado, colocó unos ganchos en el techo de los que colgar las redes mosquiteras. También le costó lo suyo, hay que reconocerlo, pero un día aparecieron en su sitio así que me dí por satisfecho.
No había yo instalado las redes hasta ahora, pese a contar con el equipo necesario y los artilugios de los que colgarlas, pero el verano está a las puertas, llueve como si el cielo estuviera a punto de caérsenos encima y los mosquitos comienzan a inundar Maputo como si fueran una plaga mosaica, de modo que la noche pasada me decidí a la instalación.
Como no tengo escalera, la maniobra resultó un tanto arriesgada, sirviéndome al efecto de la cabecera de madera de las camas que, visto su estado general, tampoco era de mucho fiar. El caso es que, al llegar a la primera argollita, no hube apenas pasado la cinta de la red por ella, cuando se descolgó todo el sistema con infernal fragor, dándome un susto de muerte que a pique estuvo de hacerme caer de la precaria situación en la que me encontraba, encaramado a la cabecera de la cama, estirado con los brazos en alto y con la mitad de los pies fuera como si fuera una gallina en su palo. Repuesto del susto, indagué las causas del desastre y confeccioné el siguiente informe pericial:

a) El pedreiro había realizado un agujero en el techo con, probablemente, una broca del 20.
b) El susodicho operario, sólo disponía de tacos del 6
c) En lugar de buscar un taco adecuado al descomunal boquete que había hecho con riesgo para la estabilidad del forjado, decidió hacer un leve apaño
d) El apaño consistió en rellenar el hueco con papel de periódico y luego introducir el taco con la argolla que, como es evidente, quedó malamente fijada porque el papel, ni siquiera el de los rústicos periódicos locales, no sustituye con fortuna al cemento.
e) Así sujeto el ingenio, lo pintó todo por encima con un color distinto del original del techo aunque más o menos, de manera que todo quedase bien homogeneizado.
f) Como era de prever para cualquiera, salvo para el perpetrador del infame remiendo, el gancho soportó el peso de la red durante dos segundos, al cabo de los cuales se rindió y cayó con el lógico y aparatoso estruendo.

Ahora tengo que buscar un taco del tamaño adecuado, colocarlo en un techo de 3 metros de altura sin escalera y mandar un mensaje insultante al ingenioso pero fatídico albañil el cual, por cierto, realizó otras muchas obras en casa de cuya consistencia estoy empezando a dudar y que me tienen un poco asustado. Quizá el día que conecte el aire acondicionado del salón el aparato salga expulsado como un bólido o se hunda el techo de la cocina cuando cierre fuerte la puerta de la despensa; quizá cuando aumente la humedad ambiental se me inunden los armarios de los baños o hagan imposible cerrar las ventanas, o puede, finalmente, que aquel curioso bultito que se ve en la pared del vestíbulo y que yo pensaba lijar cualquier día de estos, sea la clave de bóveda que derrumbe todo el edificio si alguien lo toca.
O tempora, O mores!

No hay comentarios: