Al atardecer, cuando regresábamos a Mozambique, al lado izquierdo de nuestra marcha, vimos muchos animales: ñus, impalas y macacos. Pero también vimos grandes piezas. Un enorme elefante macho junto con un rinoceronte y su cría estaban muy cerca de la carretera que a esa altura aparecía protegida por una cerca de espino. Así que decidimos detener el coche y acercarnos ligeramente para tomar algunas fotografías, animados por la belleza del atardecer en la sabana.
Un elefante a la carga es una mole de cinco toneladas, con las orejas desplegadas como antenas de radar, que corre a 40 kilómetros por hora y que piafa y resopla como una caldera infernal. Es como si se te viniera encima un tren de mercancías. Pese a la cerca de alambre que, como es de imaginar, no servía absolutamente para nada, la única solución era correr. Y eso que dicen que lo correcto es quedarse inmóvil, pero a ver quién era el guapo que mantiene el tipo en aquéllas circunstancias. Salimos los tres echando chispas en dirección al coche mientras veíamos, con el rabillo del ojo, que el elefante se detenía.
Quizá se espantó por los colores de nuestras ropas, por algún ruido o por un movimiento brusco. No es bueno que te vea de frente o que piense que le cortas la retirada. En cualquier caso, no repetiremos la experiencia. Entre la apacible estampa del elefante que pace y aquélla inmensa bestia a la carga, hay un paso y muy poca capacidad de reacción.
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