jueves, 10 de enero de 2008

Cómo se cruza una calle en oriente

Entiéndase por oriente todo lo que no es occidente y queda más allá de aquello que conocemos como el primer mundo, es decir, utilizando la amplia acepción de exotismo que se usaba en el rococó y en el romanticismo decimonónico, el muy desconocido universo árabe, africano y tropical.
Cuando uno viaja a la India, a Marruecos, a Egipto o a cualquier otra parte del África negra, una de las primeras cosas que extraña es el horroroso caos circulatorio que desborda las vías públicas. Frente al rígido orden reglamentario y casi automático del tráfico occidental, la circulación de vehículos en nuestro oriente parece cosa de orates, chiflada, anárquica y brutal. No hay semáforos y los que hay no se respetan, cada uno pasa y para donde puede, los peatones no existen como sujetos de derechos, los giros se hacen a lo loco y no hay preferencias; en definitiva, cada uno se mueve como Dios le da a entender dentro de un mar de coches, congestionado y feroz, en el que no parece haber reglas.
Pero las hay.
Ante la maraña de tráfico, la mirada espantada del viajero casi siempre lleva aparejada una pregunta: ¿Como es posible que no se atropellen unos a otros y que no haya miles de muertos diarios? Sin embargo, las estadísticas demuestran que el número de accidentes es casi el mismo que en nuestras pulcras y ordenadas ciudades.
La respuesta está en el sistema jurídico. No se asusten los amables lectores pues no van a sufrir una conferencia legal, pero conviene que sepan que el quid de la cuestión radica en que en nuestro mundo y en el de oriente, el sistema circulatorio se basa en principios muy diferentes: en occidente rige el principio de confianza o de seguridad en el tráfico que, dicho en pocas palabras, significa que todos circulamos confiando en que los demás van a respetar las mismas normas que nosotros mismos seguimos. Esto quiere decir, por ejemplo, que cuando llegamos a un cruce con el semáforo en verde no tenemos que mirar a izquierda y derecha para comprobar que los otros se han detenido. Presumimos que es así y continuamos sin reducir la velocidad. Respetamos una norma común que es la que proporciona la seguridad. En esto consiste, más o menos, el principio de legalidad.
En cambio, en oriente, la seguridad no se basa en la confianza hacia una norma o hacia un reglamento abstractos sino hacia las personas, esto es, en la comprobación constante –y por tanto la razonable certeza- de lo que hacen los demás en un momento determinado. Siguiendo nuestro ejemplo anterior, al llegar a un cruce, el conductor oriental no dejará nunca de mirar a todos lados para comprobar qué hacen los otros, cuáles son sus intenciones y en qué medida todo ello le afecta y le permite seguir adelante, maniobrar o detenerse. Esto obliga, naturalmente, a seguir unas ciertas reglas de comportamiento que, a grandes rasgos, podrían concentrarse en dos: déjate ver siempre y no hagas movimientos bruscos. Como es evidente, si nuestra seguridad depende de comprobar lo que hacen los otros, conviene que nuestras intenciones sean obvias y para ello nada mejor que hacernos bien visibles y no engañar a los demás con movimientos intempestivos o inesperados. Las maniobras deben hacerse claramente y con decisión para que el resto de conductores pueda adecuar su marcha y sus intenciones a las nuestras, sin brusquedades, pero sin titubeos.
El paradigma de todo lo dicho es el cruce de una calle por parte de un peatón. Cuando uno de nosotros pretende hacerlo en este mundo oriental, se enfrenta a lo que parece una hazaña de titanes. Si lo intentáramos, pretenderíamos encontrar un hueco entre los coches que circulan velozmente –lo cual es poco probable- o que estos detuvieran su marcha para dejarnos pasar –lo cual es imposible- y si, finalmente, nos lanzásemos, haríamos mil y un intentos, amagos, carreras y detenciones, para sortear los vehículos mientras corremos para llegar a la otra acera. Profundo error que terminaría en casi seguro atropello.
En medio de nuestra desesperación, vemos como, a nuestro lado, una viejecita llena de achaques y de bultos en la cabeza, cruza la calle tranquila y mágicamente como si tuviera un invisible escudo protector. En realidad, sólo utiliza la anteriormente descrita doble táctica: dejarse ver y andar fluidamente, sin brusquedades. De esta manera, consigue que los coches la vean, puedan anticipar sus movimientos y la esquiven adecuadamente. Lo peor que podría hacer es echarse a correr, detenerse súbitamente o retroceder, porque los automóviles ya no sabrían entonces ni calcular la distancia que les separa de ella ni por dónde rebasarla y, viéndose confundidos e incapaces de reaccionar, es más que probable que terminaran atropellándola.
He aquí en pocas palabras, queridos amigos, cómo funciona el sistema en oriente y el motivo de que nos cueste tanto adaptarnos al mismo. Nuestro respeto a la ley y a las normas se contrapone a la seguridad personal e inmediata que proporciona el análisis continuo de lo que hacen los demás. Quien no está acostumbrado a uno de ellos, se enfrenta, además de a una dificultad, a un sistema distinto de entender la vida.

3 comentarios:

david santos dijo...

Hola, El Capitán.
Yo estás en lo mejor País del mundo, Moçambique.
Gracias por compartires tu trabajo con nosotros

El Capitán Haddock dijo...

Caro David: Obrigado pela visita eo comentário.Visitéi o teu blog; parabéns. Estamos juntos!

Anónimo dijo...

Efectivamente....Ser visible y previsible. Un fuerte abrazo.