viernes, 25 de enero de 2008

La calle

La situación económica de Mozambique no es muy airosa, ya se sabe; sin embargo, no se aprecia en las calles la miseria que algunos visitantes esperan encontrar. Pero hay señales.
La pobreza, innegable, se extiende a nuestro alrededor pero se concentra o hace más evidente en ciertas áreas, barrios o sectores. En el centro de la ciudad, es también apreciable a través de lo que la teoría política marxista llamaba el lumpenproletariat o personas desclasadas, marginadas o simplemente fuera del sistema legal. Maputo está repleta de personas que se dedican a actividades económicas de todo tipo, desde la pura y simple mendicidad hasta la prestación de servicios mínimos.
Los mendigos suelen ser de dos tipos: los niños, no muy numerosos, pero que suelen concentrarse en las calles de las áreas más favorecidas de la ciudad, y los pobres que sufren algún tipo de deficiencia. Los niños suelen estar en grupos junto a los semáforos en donde se acercan a las ventanillas para pedir alguna cosa, dinero, dulces, un bolígrafo o cualquier cosa que les puedan dar. La mayoría son meninos da rua, sin familia o que huyeron de la que tenían y hoy viven en la calle. La policía intenta solucionar el problema pero, en la mayoría de los casos, ni siquiera ellos se acuerdan de dónde vivían ni a donde podrían regresar y los sistemas de adopción no son los adecuados para resolver el problema de estos niños ya crecidos y con un comportamiento muy especial. Su vida en la calle está llena de calamidades y de miseria, comen lo que les dan o encuentran en la basura, algunos perpetran pequeños robos en coches, fuman marihuana y duermen en cualquier parte.
La mayoría de los mendigos tradicionales sufren algún tipo de deficiencia: desde la lepra hasta la ceguera pasando por cojos, mancos, paralíticos o deficientes mentales. Los casos más graves que no pueden valerse por sí mismos son ayudados por algún familiar que es quien se acerca a los transeúntes o a los coches llevando de la mano al pobre infeliz para provocar compasión y conseguir la limosna.
Los mendigos de Maputo, de todas clases, no suelen ser insistentes. Se acercan a uno y le muestran su desgracia con la mano extendida, murmurando “…tó a peder”. Los niños, por su parte, se llevan la mano a la boca para indicar que tienen hambre. Un gesto negativo o la indiferencia del viandante bastan para que, en general, desistan hasta una próxima ocasión.
Un escalón por encima de los mendigos están los prestadores callejeros de cualquier clase de servicios: desde una reparación rápida del coche hasta el lavado del mismo pasando por limpiabotas, voceadores de periódicos, recargadores de teléfono, vendedores de todo tipo de utensilios, comida, ropa, bebidas, frutas variadas, artículos falsificados de ínfima calidad, guardacoches o gorrillas, porteadores de bultos, traductores de lenguas locales, reparadores de utensilios caseros, hojalateros, latoneros, albañiles, tijoleiros (alicatadores), médicos tradicionales, reparadores callejeros de relojes, zapateros ambulantes, cesteros, descargadores, artesanos de la madera, bisuteros, pintores, tejedores… un inmenso e inacabable mosaico de gente que llena las calles de color y de bullicio y que da una idea aproximada de lo que fue la España de hace algunas décadas y quizá de lo que debía ser un mercado medieval.
El coste de todos estos servicios es muy bajo. En cambio, cualquier tipo de material que no sea encontrado en la naturaleza, incrementará el precio. Hace algún tiempo, hablando con un vendedor de imanes para neveras en el Mercado do Pau que intentaba vender una elaborada pieza por 20 meticales (unos 60 céntimos de euro), me confesaba, casi avergonzado, que la mayor parte del precio no correspondía con la talla y el pintado de la pieza sino con la existencia en su parte trasera del pequeño imán que permitía colocarlo en la puerta del frigorífico. Para conseguirlo, tenía que comprar viejas piezas de electrónica de consumo, principalmente altavoces rotos, de los cuales extraía los imanes para dividirlos en mínimos trozos y colocarlos en cada esculturita. Esa pequeña y elaborada industria casera era lo que constituía su costo base de fabricación. La mano de obra y la madera, eran otra cosa.

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