martes, 23 de octubre de 2007

Odisea

Hay ocasiones en que, a la manera de la celebérrima magdalena proustiana, recuperamos el pasado de manera fugaz por medio de un olor, un sabor, una sensación o un paisaje. Quien esto suscribe, modestia aparte, ya tiene una edad como para que este fenómeno se repita con cierta frecuencia, especialmente en Mozambique, país que extrañamente conserva un buen puñado de aquellos rasgos que, si bien no coetáneos con mi memoria ni con mi juventud, sí forman parte del recuerdo de los recuerdos, o sea, de aquella primera reminiscencia de la infancia que no trae tanto una vivencia directa como el relato de la que experimentaron otros, los que entonces eran algo mayores que yo, y que me transmitieron la suya propia para dejarla anclada, vicariamente quizá, en los tiernos años en que el mundo aún era el de los adultos y los niños apenas la sombra de un proyecto.
El otro día, gracias a un hecho irrelevante del que daré noticia a continuación, se me apareció aquella España de mi infancia en que las distancias eran eternas, las esperas interminables, las empresas arriesgadas y los viajes siempre a lugares remotos. Reviví aquellos días en que, cuando mi tío iba a cumplir el servicio militar a África, tardaba cuatro días en llegar a Algeciras; cuando mi padre iba a la capital llegaba dos días después; cuando los trenes viajaban a la pasmosa velocidad de 35 kilómetros a la hora y cuando ir desde Madrid a las montañas familiares –apenas 400 Km. de distancia- costaba 10 horas de autobús, un descanso de otras cuatro horas en medio del camino, tres horas más de tren de vía estrecha y, por fin, un trayecto en un estrepitoso land-rover durante dos horas más a través de una pista sin asfaltar.
Un amigo local decidió contratar una empleada de hogar –aquí llamada simplemente empregada o babá- de una provincia lejana. También como en aquélla España antigua, las empleadas “de provincias” son aquí preferibles a las de la capital porque aquéllas viven en casa, no salen apenas porque no conocen a nadie, no sisan comida porque no tienen a dónde llevarla ni sus familias viven cerca y, por último, se dice que son más educadas, trabajadores y obedientes. Mi amigo contrató a una joven que había trabajado con sus padres en una provincia del norte y de la cual tenía muy buenas referencias. Así que habló con ella, le ofreció el puesto en la capital y se hizo cargo del traslado. La cosa empezó con el transporte que, naturalmente, se hizo en machibombo o autobús, un viaje infernal que empezó a las cuatro de la mañana en origen y que terminó en la estación informal de autobuses de Maputo (informal porque, en realidad, no existe sino que las paradas se hacen de cualquier manera en la Avda. Kart Marx) a eso de las 8 de la noche. Dieciséis horas de viaje en una especie de autobús del que apenas tiene el nombre pues se trata de una vieja carraca sin comodidad alguna y con asientos de plástico en la que viajan los sudorosos viajeros a cambio de 100 meticales (3 euros) el trayecto.
La aventura comenzó a la hora de ir a recoger a la empregada. El horario de llegada es aproximado, de manera que mi amigo, temporalmente sin coche por causa de una avería, me pidió que le acompañara para ir a la estación entre las 8 y las 9 de la noche. La cosa consiste en hacer una media aproximada, de manera que fuimos allí a las 8:30. De este modo se reparte la espera y si el machibombo llega pronto espera el viajero y si llega tarde esperan los que lo recogen. En todo caso, piensa uno, ya nos podremos poner en contacto con la señora para que nos avise de cualquier incidente. Error. La señora, como es lógico, no tenía teléfono móvil, de modo que la solución de los remitentes consistió en sentarla al lado de un amable caballero que sí disponía del artilugio y al que se podía llamar –llegado el caso- para saber algo de la interfecta. La idea no estaba mal si no hubiera sido porque el señor se bajó en Xai-Xai a las cinco y media de la tarde, dejando a la pobre señora sola y sin recursos en un autobús al que aún le quedaban varias horas de viaje hasta Maputo. Olvidaba decir que la tantas veces repetida señora salía del pueblo por primera vez y que no sabía nada del país, de la capital, de viajes y –si me apuran- hasta de teléfonos.
A eso de las 10 de la noche, viendo que el autobús no llegaba ni por casualidad, preguntamos a todos los viandantes si sabían algo del nuestro y no obtuvimos respuesta positiva sino más bien contradictoria: para unos, ya había llegado, para otros, aún quedaba un rato y era normal que se retrasara y para otro grupo, ni que sí ni que no. En medio de la desesperación de no poder contactar con nadie, conseguimos por fin el teléfono de un cobrador de la empresa que, a su vez, nos proporcionó el del motorista del autobús. Después de varios intentos, logramos hablar con él quien alborozado nos dijo que el convoy había llegado más o menos a tiempo, es decir sobre las 8:15, que ahora se encontraba en las cocheras de la empresa y que se alegraba muchísimo de hablar con nosotros porque había una señora con mucho equipaje durmiendo en su autobús y que no conseguía explicarse qué es lo que hacía allí ni qué hacer con ella. Salimos escapados hacia el depósito donde nos esperaba ya el hospitalario conductor. Despertamos a la señora que bajó de la cabina sonriente y despeinada como si no aquello fuera de lo más normal. Nos explicó que a causa de la duración del viaje se había quedado frita y que no se enteró de la llegada al destino al que, por cierto, tampoco hubiera reconocido de noche porque después de haber pasado por las ciudades medio país ya no distinguía una cosa de la otra. Así pues, cuando se quiso dar cuenta estaba en el depósito y ya no supo qué hacer ni qué decir porque carecía del número de teléfono de mi amigo, y en realidad, de cualquier otro dato, así que convino con el conductor en quedarse allí a pasar la noche y, si ello fuera preciso, el tiempo necesario hasta que alguien apareciese y la rescatara.
En nuestro país, alguien que hubiera pasado por tamaña experiencia aparecería desencajado por la tensión. Nuestra simpática empleada de hogar llegó por fin a casa, tras 20 horas de viaje y avatares, con una generosa sonrisa y unos ojos somnolientos que sólo traducían un apacible y sufrido cansancio. Se me olvidaba decir que estaba encinta.

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