viernes, 18 de mayo de 2007

Las desgracias nunca vienen solas

De vuelta de Johannesburgo desapareció mi bolsa. No es que tuviera muchas cosas de importancia, pero había libros, que aquí constituyen un bien escaso, y otras menudencias para hacer la vida un poco más llevadera. Parece ser que la pérdida de equipajes en el trayecto Johannesburgo-Maputo forma parte del color local al que todos se han acostumbrado con cristiana aunque asombrosa resignación. Por otra parte, los que me fueron a buscar se habían olvidado del detalle de hacerlo en mi propio coche, de modo que me llevaron a mi lugar de trabajo donde se encontraba. Pero –como diría Gila- ¡cómo se encontraba!. Parecía que le había pasado por encima un rebaño de elefantes recién salidos del fango de tanto polvo y churretones como presentaba. Para colmo de males, no arrancaba y allí que se puso manos a la obra una legión de improvisados mecánicos que recordaba el clásico sistema español de mirones que de todo opinan y de casi nada entienden. Quitaron la batería, cambiaron los bornes, limpiaron los cables, sustituyeron gomas… todo en vano; el carro no hacía más que un tiki-tiki-tiki que no auguraba un buen arranque y que terminó por sumir al motor en un terrible silencio. Como tenía que irme a casa y algo había que hacer, el jefe de la flota me proveyó de un coche de sustitución, un viejísimo y destartalado Kia de vigésima mano (y muy malas todas) que carecía de amortiguación y de comodidades. Tampoco despedía un buen olorcillo, así que el encargado vació un spray entero de ambientador en el habitáculo trasformándolo en uno de aquellos cines de barrio de mi infancia en los que olía a Ozonopino Ruy-Ram que mareaba. Sorprendentemente dado el ínfimo nivel de equipamiento general, el coche venía provisto de un sistema de alarma o secreto, que se activaba con un botón camuflado bajo la moqueta tan discretamente que era casi imposible dar con él, especialmente con la puerta cerrada, y que obligaba a agacharse, perder de vista la carretera y sobar desesperadamente la antihigiénica alfombrilla en busca del artilugio.

Más o menos instruido del sistema, salí del aparcamiento en dirección a mi casa y a los cien metros el malhadado aparelho de seguridad se disparó solito, caló el coche, encendió las luces de emergencia y disparó una sirena de alarma capaz de ensordecer a una banda de trompetas furiosas. Arrastré como puede el coche a un lado y me puse a buscar desesperadamente el maldito botón y después de cinco minutos de angustia, logré dar con él bajo las miradas extrañadas de los transeúntes. Arranqué de nuevo y a los trescientos metros el sistema volvió a hacerme la jugada, esta vez, en medio de la avenida 25 de septiembre. Menos mal que con la experiencia previa, pude dejarme caer hacia el arcén con alguna anticipación y proceder a la nueva búsqueda botonera entre reniegos y juramentos. El viaje prosiguió en estas condiciones, con paradas intermitentes, hasta que llegué a casa, media hora más tarde. Allí llamé al encargado para agradecerle el coche, maldecir el sistema de alarma y preguntarle por su exacto funcionamiento. Resulta que había que apretar el botón justo después de poner en marcha el coche, si no, la desconexión no servía.

Por la tarde, me llamaron del aeropuerto advirtiéndome de que mi bolsa ya había aparecido y que fuese cuando quisiera a por ella. Al llegar, el funcionario aduanero se empeñó en revisar su contenido, dándose la graciosa circunstancia de que me había dejado la llave del candado en casa así que tuve que darle mil y una explicaciones y seguridades de que no había nada peligroso ni ilegal hasta que logré convencerle. Cuando al fin regresé a casa, descubrí que la bañera grande perdía agua por algún sitio que hasta ahora no he sido capaz de descubrir. Hermoso día.

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